
El Pernales y El Niño, muertos.
Foto: Palop
Cualquier viajero que en aquel
abrasador verano de 1.879 tuviese necesidad de
recorrer los calcinados campos donde se unen las provincias de Córdoba y
Sevilla, por fuerza habría de quedar con el espíritu quebrantado bajo el peso de
un terrible pesimismo. Desde Estepa a Puente Genil, de Puente
Genil a Lucena y de Lucena a Aguilar sólo vería miseria. Una miseria angustiosa,
torturadora, lacerante.
Los braceros trabajaban doce horas
diarias, de una de la madrugada a una de la tarde. Y por tan larga jornada
recibían únicamente cinco o seis reales. Con ser esto malo, aún era peor
que no podían cobrarlo todos los días. El trabajo escaseaba. Por eso en Matarredonda, Marinelada, Pedrera y otros pueblos el hambre desembocaba con
frecuencia en robos.
La gente del campo vivía como las bestias.
En los cortijos, muchos animales tenían mejor alojamiento que ellos. Entre unos
toscos muros, y bajo una cubierta a veces de paja, se cobijaban un hombre, una
mujer y unos niños. Durante meses sólo comían un pan que parecía amasado con
hollín y un tocino que hubieran despreciado los perros.
Esto, que hoy pudiera parecer exagerado,
era entonces, por desgracia, ciertísimo.
En ocasiones, era tanta la abundancia de
brazos forzadamente ociosos, que los jornales bajaban. Tiempo hubo en que
llegaron a pagarse a cincuenta céntimos. Así, año tras año, el campesino andaluz veíase obligado a soportar con mansedumbre los atropellos del cacique, la
escasez de faena y el tormento constante del hambre.
Por allí, como por otras partes, se
hablaba con frecuencia de antiguos bandidos. De aquellos que un día se echaron
al campo para vengar alguna ofensa o satisfacer alguna vejación; de quienes, a
su modo, habían tratado de remediar las injusticias sociales, de las que todos
seguían siendo víctimas. Allí estaba, en Estepa, aún vivo, influyente y
respetado, el señor Juan Caballero, "el Lero". Caballeando, había rivalizado
nada menos que con el legendario José María "El Tempranillo", prototipo de la
hombría, de la majeza y del valor. Las imaginaciones se encendían ante el relato
de las viejas hazañas y la chispa de un oculto deseo, siempre tenido por
imposible, prendía en los hombres, con visos de posible realidad.

Así, en lo hondo de la callada, diaria
sumisión, de la permanente resignación, iba creciendo la rebeldía. Los mozos de
genio más vivo barruntaban ya fáciles riquezas y admiraciones populares. Lenta,
ocultamente, se estaba fraguando un resurgimiento del bandolerismo. Si las
causas seguían siendo las mismas, iguales tenían que ser los
resultados.
Los robos, en los cortijos y en los
caminos, empezaron a menudear, preocupando a las autoridades. Concedían, por el
contrario, menos atención a los algarines, es decir, a los ladrones de aceituna,
que todos los años hacían su aparición al mostrarse el fruto en sazón. Solían
ser personas de vida miserable, que lo tomaban de noche y furtivamente para
después malvenderlo. De pronto, un día, esta clase de robo tomó el carácter de
un verdadero asalto. Fue en Estepa. Más de doscientos desesperados, a quienes el
hambre había empujado, entraron en los olivares y se lanzaron furiosos al
pillaje. Los guardas no intentaron siquiera detenerlos. Sabían muy bien que
aquellos hombres estaban dispuestos a todo.
En este propicio
ambiente han visto la luz, en Estepa, unos niños, en los que va a resucitar la
añeja y siempre atractiva estampa del bandido, con todas sus crueldades,
violencias y generosidades. Ya corretean por las calles estepeñas tres muchachos
que no tardarán mucho en hacerse famosos, no sólo en su pueblo y en Andalucía,
sino en España entera. Son Joaquín Camargo Gómez, "el Vivillo"; Manuel López
Ramírez, "el Vizcaya" y Antonio Ríos Fernández, "el Soniche". Sólo falta que
venga al mundo el sobrino de este último, que ha de superar al que más en
nombradía: Francisco Ríos González, "el Pernales". No tardó mucho. Nació
el día 23 de julio de 1.879. Así lo acredita la correspondiente partida de
bautismo, que, copiada a la letra, dice:
En la villa de Estepa diócesis y
provincia de Sevilla, a veintisiete de julio de 1.879, yo, don Manuel Téllez,
Presbítero, con licencia de don Joaquín Téllez, cura propio de la Iglesia
Parroquial de Santa María de la Asunción la Mayor, de esta villa, bauticé
solemnemente a un niño que nació a las seis de la mañana del día veintitrés del
actual, calle Alcoba, número diez, perteneciente a esta feligresía, hijo de
Francisco Ríos Jiménez, jornalero, y de Josefa González Cordero, casados en esta
parroquia en mil ochocientos setenta y uno. Abuelos paternos, Juan Ríos y
Florencia Jiménez; maternos, Francisco González y María de la Asunción Cordero.
Se le puso por nombre Francisco de Paula José. Fue su madrina María de los
Dolores Ortiz, casada, a la que advertí el parentesco espiritual y obligaciones
contraídas. Fueron testigos D. José Valenzuela Silva y Rafael Galván Gómez,
todos naturales y vecinos de esta villa. En fe de lo cual firmamos fecha ut
supra. Joaquín Tellez.- Manuel Téllez. (Archivo Parroquial de la Iglesia de Santa María. Tomo
29 Folio 167).
La familia del que ha de ser, con
los años, famoso bandido es de humilde condición. Habita una casucha de
miserable aspecto en las afueras del pueblo. El padre dicen que ha sido
vaquerizo en Montellano. Ahora lleva la misma triste vida que todos los
braceros. Trabaja menos de lo que quisiera y cobra escaso jornal. Cuando el
hambre les aprieta, emprende largas caminatas en busca de frutos y hortalizas.
También practica, de forma rústica, la caza. Para ello ha de burlar a los
guardias y saltar tapias y cercados. No tiene más remedio que hacerlo así. Ha de
procurarse, por procedimientos poco lícitos, lo que no puede obtener con el
esfuerzo de sus brazos.
En esta desesperada lucha por la diaria
existencia, ve el matrimonio pasar el tiempo sin que su situación mejore. El
futuro caballista ha crecido lleno de necesidades, sin recibir instrucción
alguna. Hacerle aprender las primeras letras hubiera constituido un
extraordinario lujo que ellos, en modo alguno, pueden permitirse.
Al contar el pequeño Francisco diez años
marcha con su padre a Calva, donde ambos ejercen, durante dos, el oficio de
cabreros. Luego regresan a Estepa. De nuevo en su casa, trabajan cuanto
buenamente pueden. Si les falta ocupación dedican el tiempo a merodear por los
alrededores. Como antes, como siempre, van en busca de algo que poder llevar al
pobre hogar. La presencia de la Guardia Civil les hace a veces dar grandes
rodeos. Al fin, no pueden evitar tener con ella encuentros desagradables, de los
que casi nunca salen bien librados. Como ya les han hecho serias advertencias,
un día, al repetírselas, golpean al padre. Este recibe el castigo sin protestas.
Pero no así el muchacho, que al verle maltratado se rebela. Con toda la osadía
de sus pocos años, rabiosamente, intenta agredir a los guardias. Estos, teniendo
en cuenta su corta edad, se contentan con darle unos cuantos pescozones. No
podían suponer que, en aquel momento, se habían ganado un feroz enemigo.
Francisco no olvidará nunca aquellos golpes. Desde entonces, hasta su próximo
fin, irá creciendo en él, cada vez más hondo, un odio salvaje hacia los civiles.
Sueña con vengarse de ellos cuando sea mayor.
Por aquellos días lleva a efecto los
primeros robos. Los realiza en los campos, en las casas y en las tiendas. Son
pequeñas raterías, que pronto van aumentando en cuantía. La Guardia Civil le
impone pequeños correctivos, con los que sólo logra hacerle reincidir. El médico
titular de Estepa, don Juan Jiménez, siente compasión de él y trata de hacerle
abandonar aquel mal camino. A su amable trato, el muchacho parece dulcificarse.
Poco a poco pierde aquel recelo de animal perseguido en el que constantemente
vive. Aprende a leer medianamente y a trazar, con trabajo una torpe y vacilante
escritura. Al tiempo que le da lecciones le busca también trabajo. De entonces
data su gran afición a los caballos, de los que más tarde será un gran
conocedor. Por un momento parece que Francisco no va a llegar a ser "el
Pernales". En tan esperanzadora disposición pasan dos o tres años. De súbito, un
doloroso suceso, que enluta su hogar, viene a quebrar sus buenos propósitos y le
empuja de nuevo a la delincuencia.
Su padre no ha abandonado las habituales
correrías por los campos, en las que Francisco le ha acompañado muchas veces. Un
día, la guardia Civil le sorprende en el momento de cometer un pequeño delito.
Por causas que se ignoran, uno de los guardias le propina un fuerte culatazo,
que da con él en la tierra. Es trasladado al pueblo y, de resultas del golpe,
muere días después.
No necesitaba otra cosa Francisco Ríos
para que aumentara su rencor hacia los civiles. Pregunta con astucia, indaga y,
al fin, llega a saber que el autor ha sido el sargento Padilla, del puesto de
Puente Genil. Si algún día puede se lo hará pagarlo caro. Pero esto nunca
llegará a lograrlo, aunque andando el tiempo lo buscará con ahínco.
Huye del trabajo y otra vez vuelve a
tentarle lo ajeno. Como siempre, no pasa de las habituales raterías. Hoy es un
jamón, mañana un borrego, otro día un costal de aceitunas.....Su madre ya no se
beneficia de ellos. Es él quien lo derrocha en tabernas, mancebías o en
las timbas y garitos de la población. La mala vida le atenaza fuertemente,
borrando sus buenas cualidades, si alguna vez las tuvo. En poco tiempo cae de
lleno en el mundo del delito. Ayuda a varios caballistas, entre ellos a su tío,
Antonio Ríos, "el Soniche", y sirve en más de una ocasión como corredor de
rescate en los secuestros. Tiene ya veintiún años y está lleno de vicios. Es
entonces cuando comienzan a manifestarse en él perversos instintos. Su mala
sangre le lleva a cometer actos de extrema crueldad, no sólo con pobres
animales, sino con personas ciegas, mancas o tullidas.
Se ha dicho con insistencia que en esa
época es conserje del casino de Estepa. El supuesto es falso. También lo
es que forme parte de la banda de "el Vivillo". La razón es sencilla. Por
aquellos días éste se encuentra huido en Argel, de donde más tarde marcha
a la República Argentina. En el año 1.900 sólo existen en Estepa dos bandidos de
nombradía, "el Soniche" y "el Vizcaya". Al primero ya hemos dicho que suele
ayudarle su sobrino. Con el segundo no tiene Francisco Ríos contacto alguno.
Y no lo tiene porque el futuro terrible
"Pernales" es en aquel pueblo lo que se dice nadie. Un simple ratero, como en
Estepa hay muchos.
Aseguran noticias veraces que entre sus
convecinos no goza, por cierto, fama de valiente. Casi unánimemente se le tiene
por poco hombre. Parece ser que esto es debido a que en más de una
cuestión
personal no ha respondido como debiera a las ofensas recibidas. Su valor
está, pues, en entredicho. En cambio, son conocidas y condenadas sus crueldades.
Cuesta trabajo creer que un individuo de
tan malas prendas, y con tan dudoso porvenir, pueda enamorar a una joven; pero
así sucede. Un día se fija con interés en María de las Nieves Caballero y la da
palique en su reja. Durante meses, Francisco va todos los días del número diez
de la calle de La Alcoba, donde vive, al treinta y dos de la calle de la Dehesa, domicilio de su novia. Muy fuerte debe ser la pasión
que les une porque no demoran demasiado su casamiento. La ceremonia tiene efecto
el día de Navidad de aquel año de 1.901. Así lo acredita la inscripción que
figura en la parroquia de Santa María, de Estepa. Copiada al pie de la letra,
dice así:
En la ciudad de Estepa, diócesis y
provincia de Sevilla, a veinte y cinco de diciembre de mil novecientos y uno,
yo, don José Ramos Mejías, cura propio de esta iglesia parroquial de Santa María
de la Asunción. la Mayor y Matriz, desposé y casé por palabras de presente, que
hicieron verdadero y legítimo matrimonio a Francisco de Paula José Ríos, de
estado soltero, jornalero, de edad de veintitrés años, hijo legítimo de
Francisco Ríos Jiménez, difunto, y de Josefa González Cordero, juntamente con
María de las Nieves Pilar Caballero, también soltera, de edad de veinte y siete
años, que vive en la calle Dehesa, número treinta y dos, hija legítima de Manuel
Caballero Fernández y de María del Carmen Páez González. Confesaron y
comulgaron, fueron aprobados en doctrina cristiana y amonestados en tres días
festivos, según y como lo dispone el Santo Concilio de Trento, en esta Iglesia
Parroquial, de cuyas proclamas no resultó impedimento alguno canónico, habiendo
precedido el oportuno consejo favorable de sus padres y todos los requisitos
necesarios para la validez y legitimación de este Sacramento, siendo testigos a
dicho desposorio D. Francisco Juárez de Negrón y D. Manuel García Gómez, todos
naturales de esta ciudad.
En fe de lo cual lo firmo fecha ut
supra.-José Ramos. (Archivo Parroquial de la Iglesia de Santa María de Estepa.
Libro 16, Folio 260, Número 5).
¿Qué puede inducir al matrimonio a María
de las Nieves? Son misterios del amor que nadie puede intentar comprender. Las
"buenas" prendas de Francisco ya las conoce. Acaso lo hace por temor a quedarse
soltera si deja pasar esta ocasión. Tal vez es consciente del paso que da y
sueña con regenerarlo. O quizá cierra los ojos y se entrega, casi ciega, sin
poder ni querer medir las consecuencias de lo que entre ellos pueda ocurrir
después.
Y ocurre, naturalmente, lo peor. Francisco
sigue hurtando cuanto le viene a las manos y gasta en las tabernas lo que en su
casa falta. La Guardia Civil le castiga repetidamente. Sufre breves arrestos.
Gracias a una hábil coartada se salva de una condena seria. Los disgustos entre
el matrimonio menudean. A veces trascienden con escándalo a la calle. En estas
circunstancias les llega el primer hijo. Es una niña. Nace el 15 de octubre de
1.902, en el número dos de la calle del Toril, donde los esposos viven. Es bautizada
tres días después en la iglesia de Santa María . Se le pone por
nombre el de María del Pilar. Son sus padrinos
Manuel Ortiz y Dolores Caballero.
Contra lo que toda familia espera, su
presencia no contribuye a una mejor armonía entre los cónyuges. A las constantes
discusiones siguen pronto los malos tratos. Francisco apenas para en su casa.
Falta con frecuencia días y noches enteros, dedicado a sus raterías.
Una de estas veces llega a primera hora de
la tarde, dispuesto a descansar. Su hija, que cuenta diez meses de edad, se
muestra inquieta. No deja de llorar, impidiendo a su padre conciliar el sueño.
Trata éste de hacerla callar y no lo consigue. Molesto por su insistencia, se
levanta furioso y la zarandea. Sólo consigue que arrecie en su llanto.
Desesperado, se acerca a la lumbre que arde en el hogar. Mete los dedos en el
bolsillo del chaleco y echa en las brasas una moneda de cobre de diez céntimos.
Cuando juzga que está bien caliente, la retira con la tenaza. Levanta a
continuación las ropitas de la criatura y coloca en la desnuda espalda la moneda
candente.
-¡Toma! -dice-,
para que llores con motivo.
Un hiriente grito acompaña al olor de la
carne chamuscada. Francisco se tumba de nuevo en la cama, sin mostrarse
conmovido por los lamentos de la niña.
Esto llega a saberse en Estepa y, sin
excepción, todas las personas condenan el inhumano proceder de Francisco Ríos.
No obstante, vuelve a repetirlo, tres
años después, con su segunda hija, Josefa, que ha nacido el 25 de julio de 1904
(Las dos hermanas aún deben vivir en Estepa. Allí se las conocía por Pilar y
Josefa, la de Nieves). El motivo es el mismo. Irritado por el llanto, que no
encuentra forma de callar, va aplicándola, poco a poco, en distintas partes de
su cuerpecito, la lumbre del cigarro puro que fuma.
¡Qué lejos está el futuro "Pernales" del
hondo y tierno amor que siempre mostró "el Vivillo" con sus hijas, el cual le
redime de muchas de sus culpas!
María de las Nieves no puede resistir por
más tiempo aquel mal vivir y aquel constante sufrimiento. El amor de antaño se
ha trocado en desprecio. Y un día, harta de humillaciones, de vergüenzas y de
lágrimas, abandona con sus hijas la casa de la calle del Toril. Francisco nada
hace por detenerlas. Sin duda le agrada verse libre. La verdad es que ya no
vuelve a ocuparse de ellas, encandilado por nuevos amoríos. Ni en sus tiempos de
esplendor, cuando es de todos temido y maneja dinero en abundancia, les hace
llegar ni una sola peseta. Desde aquel momento Francisco Ríos es uno más de los
muchos que en Estepa viven al margen de la ley.
Al dedicarse de lleno al robo, no se le
ocurre otra cosa que intentar el secuestro del hijo de un rico propietario de
Estepa, cuando el muchacho, que va a caballo hacia su cortijo, recoge a
Francisco en el camino y lo hace subir a la grupa. Fracasa, naturalmente.
Denunciado, cae una vez más en poder de la Guardia Civil e ingresa en prisión. Inmediatamente es procesado. Le defiende don Antonio Ramón
Leonis. Al verse la causa, la audiencia de Sevilla, con gran sorpresa de todos,
le absuelve.
Las crueldades para con sus hijas, el mal
trato dado a su mujer y el haber roto la costumbre, siempre observada, de
respetar a los vecinos de Estepa, le acarrea su antipatía. La mayoría le odian y
María de las Nieves, que ha tenido necesidad de ponerse a servir, más que
ninguno. Casi todos evitan su trato. Durante algún tiempo vaga por las calles y
los campos con otros perdularios como él. Son Eusebio Pérez Borrejo, "el Chato",
y un nieto del antaño famoso Juan Caballero, a quien llaman "el Caba-llerito".
Acaba de cumplir veinticinco años. Es un
hombre bajo, ancho de espaldas, algo rubio, con pecas. Bajo las cejas
despobladas, que se inclinan hacia arriba, sus grandes ojos azules, casi siempre
entornados, miran de través, con dura luz. El rostro, totalmente afeitado, es
frío e impasible. Tiene la boca amplia y desdeñosa. Sobre la frente le cae,
arqueado, un mechón rebelde escapado de su rústico peinado. En la mejilla
derecha tiene una cicatriz. Su aspecto general expresa una naturaleza bárbara,
unos instintos agresivos. Da la impresión de que ante él hay que estar
constantemente prevenido, de que en cualquier momento puede atacar como una
fiera.
En Estepa ya hace tiempo que se le conoce
por el apodo de "el Pernales". No se sabe de dónde ha podido venirle, ya que ni
su familia ni en el pueblo lo ha usado nadie. En la Alameda sí hubo, tiempo
atrás, un tabernero a quien llamaron así, como ya hemos dicho en la biografía de
"el Bizco de Borge". Pero, dada la diferencia de tiempo entre aquél y Francisco
Ríos, no es posible establecer relación alguna. Hay quien sostiene que
"Pernales" es lo mismo que pedernales, con la supresión de la d y la
contracción de la doble e en un solo sonido. Se supone, por tanto, que con el
mote quiso calificarse la dureza de sentimientos del bandido, bien demostrada
muchas veces. También pudo tener su origen en alguna particularidad de las
extremidades inferiores, aunque esto es menos creíble, dada la escasa estatura
(1,50 metros) de Francisco Ríos. Sea como fuere, el caso es que "el Pernales" va
a hacer pronto famoso su apodo en todo el ámbito nacional, y por él habrá de
correr, durante tres años, entre miedos, sobresaltos y admiraciones.
Ya sueña con igualar, no sólo a su tío,
"el Soniche", sino a "el Vizcaya", que es el bandido más respetado y querido de
Estepa. Precisamente por aquellos días la Guardia Civil ha truncado su carrera,
metiéndole en prisión, con gran disgusto de sus paisanos. Impaciente, busca "el
Pernales" a otros jóvenes que, como él, no se asusten de nada y quieran ganar
fácilmente dinero. No tarda en hallarlos. Son de tan malísima fama como él. Uno
de ellos sobrino de "el Vizcaya". Se llama Antonio López Martín, pero todos le
dicen "el Niño de la Gloria". Se trata de un mocito pinturero, muy pagado de su
planta, jaque y retador. El otro es Juan Muñoz, a quien se conoce por "el
Canuto". Este apodo lo ha heredado de su padre, a quien "el Soniche" mató, el 18
de marzo de 1.900, al final de una francachela que, en unión de otros compinches
y del alcalde de Aguadulce, habían celebrado cerca del cortijo de San Agustín.
Los tres están cansados de tantos hurtos
menudos, y también de prestar apoyo a quienes con el mismo riesgo se llevan
buenos miles de pesetas. Deciden, pues, erigirse en partida. El jefe será "el
Pernales". No les es difícil hacerse con armas y caballos. Y como de osadía
están sobrados, hechanse al campo. De momento, tratan de probar suerte con un
robo vulgar, el cual van a convertir, por su perversidad, en un hecho repugnante
e indigno.
Todo sucede en una tarde primaveral del
año 1.905. Al punto está de caer el sol cuando los tres maleantes se presentan
en un cortijo del término de Cazalla. Descabalgan, atan a la puerta los caballos
y entran en la casa, con aire dominador. Sin más, piden de cenar. Los cortijeros,
que saben muy bien con quién se las ven, les sirven abundantes provisiones. En
alegre conversación, los bandidos van dando cuentas de ellas con apetito. "El
Pernales" no deja de mirar descarado a la mujer cada vez que ésta se acerca a la
mesa. Con el último trago de vino "El Canuto" reparte puros.
Mientras los encienden, Francisco hace aproximarse al cortijero. Con el gesto duro, pronunciando lentamente las palabras, sin apartar los
ojos del cigarro, cuyo fuego trata de avivar con fuertes aspiraciones, le
conmina amenazador para que le entregue todo el dinero que tenga.
El pobre hombre, atemorizado, obedece. A
"El Pernales" le parece insuficiente lo que trae. Mírale con sorna y dice que él
sabrá buscarlo donde se encuentre. A continuación, ordena a "el Niño de la
Gloria" y a "el Canuto" que amarren fuertemente a aquel testarudo y le pongan a
buen recaudo. La mujer piensa que van a matarlo y grita. Una mirada de "el
Pernales" la hace enmudecer. El hombre intenta, con quejumbrosa quejas, mover a
compasión a los bandidos. Estos ni le escuchan. En un instante se ve maniatado.
Seguidamente le conducen a empujones escaleras arriba, hasta el desván, donde le
encierran con llave.
Su esposa presencia llorosa el atropello.
Mientras "el Canuto" la vigila, los otros dos recorren el cortijo en busca de
dinero. Cuando terminan, "el Pernales" se dirige codicioso a la cortijera. Hay
en sus ojos azules un ardoroso deseo. La mujer, al mirarle, comprende al punto
cuanto se propone. Despavorida, elude sus brazos y corre hacia sus habitaciones.
Los malhechores la siguen. Cuando entran la ven de rodillas junto a la cuna de
un niño dormido. Atrayéndolo hacia sí, busca protegerlo. Esta tierna actitud no
les detiene. "El Pernales" se acerca y solicita cínicamente, con rudas y sucias
palabras, sus favores. Ella se niega enérgica. Con gesto de asco, le arroja al
rostro unos insultos.
"El Pernales" los recibe como un salivazo.
Frunce las cejas y aprieta los labios con ira. Responde a ellos arrojándola
violentamente al suelo. Rápido, saca de entre la faja una navaja y la abre. Acto
seguido se apodera del niño, que rompe a llorar. Lo suspende con su manaza por
la nuca y coloca en su tierno cuello la afilada hoja.
-¡O te entregas o lo degüello!
La mujer, caída como está, queda
paralizada por el terror. Brillan sus ojos, llenos de lágrimas. A través de
ellas presencia, transida de dolor, la increíble escena.
Consigue al cabo pronunciar unas palabras, implorando piedad.
Le salen trémulas, partidas por frecuentes sollozos. Llora con desesperación. Su
cuerpo tiembla, sacudido por un ataque nervioso. Impotente, golpea el suelo con
los puños. Quiere arrastrarse con trabajo hasta los pies del bandido, pero
siente que las fuerzas la abandonan y queda desvanecida.
"El Pernales" suelta a la criatura en la
cuna. Mientras la oye indiferente deshacerse en llanto, levanta a la mujer y la
deposita en el lecho matrimonial. Con furioso ardor desgarra sus ropas. La
presencia de la carne morena le enardece. Y despiadadamente, brutalmente, como
una fiera, sacia en el cuerpo indefenso su apetito. "El Canuto" y "el Niño de la
Gloria" le imitan después, consumando el vil ultraje.
Así, de esta indigna manera, como ladrones
y violadores, inician "el Pernales" y sus compañeros la vida bandolera. Aparte
de otras consideraciones, ahí queda este dramático suceso para que algún
estudioso de la antropología criminal pueda sacar interesantes consecuencias
sobre el efecto afrodisíaco que el delito ejerce, como imagen motriz, excitadora
de la sexualidad.
El producto del robo es de doce mil
seiscientas pesetas, en billetes y metálico, una escopeta antigua, dos mantas de
lana y una arroba de morcillas.
Después de cometido, los tres bandidos
abandonan el cortijo. Durante varias horas cabalgan silenciosos en la noche. Se
dirigen a Estepa en busca de refugio. Antes de llegar se detienen un momento.
Han oído ruido de caballos. De pronto ven entre las sombras las siluetas
inconfundibles de los tricornios. La Guardia Civil, que también ha advertido su
presencia, les da el alto. "El Pernales" y los suyos vuelven grupas y se alejan
al galope. Suenan varios disparos por ambas partes. Finalmente, los bandidos
logran huir.
Este es el bautismo de fuego de la
naciente partida. De él ha salido herido "El Pernales". Sus compañeros le
conducen a un cortijo próximo. "El Niño de la Gloria" va a Estepa en busca de un
médico. Es el forense quien viene con él. Bajo amenazas, examina la herida y les
dice que no es importante. Después de hacerle una cura regresa al pueblo.

La inactividad de la partida es breve. Sus
tres componentes tienen prisa. Parece como si algo les acuciara. Un par de
semanas después, y ya "el Pernales" restablecido, llegan hasta los montes de Padiela, pertenecientes al término de Gilena. Sorprenden a los pastores y,
amenazándolos de muerte, se llevan unas reses. Después, los dejan maniatados.
Otro día asaltan un coche, en el que va el notario de Posadas, a quien despojan
de seis mil pesetas.
Al tener conocimiento de estos hechos, y
de la vergonzosa afrenta de Cazalla, el teniente de la Guardia Civil, don
Antonio Varea Bejarano, redobla su vigilancia. No le es muy fácil su labor.
Aquello está infestado de bandidos. En Estepa existen dos clases bien definidas.
Los que, como "el Soniche", y ahora "el Pernales", "el Niño de la Gloria" y "el
Canuto", se tiran al campo en abierta rebeldía, y los que, como Antonio Páez
Borrego, "el Chato";
Antonio Cruz Fernández, "el Chorizo", y muchos más, pues la
cuenta es larga, viven en la ciudad dedicados en apariencia al trabajo. Estos
asaltan en excursiones nocturnas a casas y caminantes, fuera siempre,
naturalmente, del término municipal, para, a cambio del respeto a sus vecinos,
tenerles como encubridores de sus delitos. Nunca pueden ser sorprendidos in
fraganti, y si se les detiene, todos pueden atestiguar, con múltiples
testimonios, que a la hora del robo se encuentran muy lejos del lugar.
"El Pernales", pues, continúa, a lo largo
de dos meses, cometiendo numerosas fechorías en compañía de sus secuaces. Más
que robar, lo que hace es pedir dinero bajo terribles amenazas. Y como en todo
momento lo solicita de quien puede dárselo, el temor a la pérdida de unas
caballerías, al destrozo de una cosecha o al incendio de una finca hace a los
propietarios transigir.
Tan cómodo procedimiento de obtener
fáciles ganancias lo repite muchas veces. Y hasta su muerte será uno de los que
con más frecuencia practique. Por eso, cuando cualquier rico labrador recibe la
apremiante petición, accede a ella prontamente y de buen grado, sin dar, claro
es, cuenta a las autoridades.
Esto es lo que le ocurre a un ricacho de
Aguilar un día de principios del año 1.906. "El Pernales" le pide mil pesetas,
cantidad que, en aquella época, significaba algo más que el jornal de un obrero
durante todo el, año, y no digamos de un simple bracero. Asustados, se reúnen
los miembros de la familia, con el fin de acordar lo que deben hacer. Pero antes
requieren la presencia de un conocido cacique de la región, suegro del más
joven, para que les aconseje. Este se presenta solícito, escucha sus cuitas y,
con gran sorpresa de los reunidos, les da el prudente consejo de que más les
conviene tener a "el Pernales" como amigo que como enemigo. Su opinión es que,
cuanto antes, le entregue la cantidad pedida, y aun la aumente si fuera
necesario. Así lo hacen. Monta el miembro más joven de la familia en un carruaje
y acude al lugar de la cita. Allí está "el Pernales". Estrecha la mano que éste
le tiende y le da el dinero, añadiendo que si precisa mayor cantidad, no tiene
más que decirlo.
A "El Pernales" le sorprende tan buena
disposición.
-Chico-le dice ladino-.
Tú ties poca
experiencia y pocos años pa que te se haya ocurrio eso.
Alguien te lo habrá soplao, ¿verdá?
El muchacho contesta que no. Y aunque al
bandido no deja de agradarle la cosa, rechaza digno el ofrecimiento. Con este
golpe de efecto, que es muy comentado, empieza a ganar fama de hombre
desinteresado y generoso. El llega a saberlo y ya no descuida en lo futuro este
detalle, que le hará contar enseguida con muchas simpatías entre la gente
humilde. No está tampoco lejos el tiempo en que "el Pernales" podrá jactarse de
ser un recaudador de contribuciones y un asegurador de fincas rústicas, a primas
fijas, que varían de quinientas a mil pesetas.
Ya sólo le falta ser tenido también por un
vengador, por un justiciero inapelable, y esto lo logra igualmente sin
proponérselo.
Una tarde del mes de marzo de 1.906 se
reúnen tres conocidos bandidos en el cortijo de Hoyos, de la Roda, para ultimar,
sin duda, los detalles de algún próximo robo que piensan efectuar en compañía.
Son "el Pernales", su tío "el Soniche" y "el Chorizo", compinche de este último.
Se les brinda al punto la seguridad de que estarán tranquilos, a más de cómodo
alojamiento, buena comida y excelente vino. Quien tal les ofrece, con las
zalamerías de siempre y haciendo mil protestas de amistad, es el cortijero a
quien llaman "el Macareno". Se trata de un hombre jactancioso en extremo, que siempre está alardeando de valor, aun
cuando a todos les consta que ante nadie lo ha demostrado. Esta vez, a lo que
parece, tampoco lo hace.
Lo que sucede durante aquella tarde y la
mañana siguiente en el cortijo todavía no ha podido ser esclarecido. Ni ya lo
será jamás. Todo son suposiciones, cábalas y conjeturas. La versión oficial de
los hechos dice que allí fueron sorprendidos por la Guardia Civil "el Soniche" y
"el Chorizo".
Después una corta lucha la fuerza les dio muerte a tiros. Y
se añade que un tercer hombre que los acompañaba logró huir.
Pero, a partir del suceso, corrió por
aquellos campos la especie de que sus muertes se debieron a una miserable
traición. Dice que "el Macareno" había preparado a los tres un arroz a la paella
que entre sus sabrosos ingredientes contenía, nada menos, que arsénico y azufre.
Consumieronla los huéspedes con agrado y a poco la terrible droga hizo su
efecto. Sin poder separarse de la mesa cayeron muertos "el Soniche" y "el
Chorizo". Avisada con presteza la Guardia Civil, "el Macareno" les hizo entrega
de los cadáveres, en espera de cobrar la recompensa ofrecida.
Tal vez en la comunicación oficial se
ocultó todo esto para proteger de una posible venganza al traidor cortijero. El
supuesto es bastante verosímil. Y lo hace aún más cierto cuanto se asegura que
sucedió más tarde"
"El Pernales", que al acabar la comida
había abandonado presuroso el cortijo, con el ansia de acudir a una cita
amorosa, sintió momentos después la presencia del veneno. Cayó pesadamente del
caballo y, arrastrándose, casi agonizante, consiguió ocultarse en un barranco.
Allí dicen que estuvo preso de terribles convulsiones, tras larguísimos días,
manteniendo con la muerte una enconada lucha en la que mil veces estuvo a punto
de ser vencido. Entre espantosos dolores, sudores de agonía y constantes
secreciones pudo al fin eliminar el tóxico. Luego unos campesinos le llevaron a
Estepa, donde permaneció maltrecho durante unos días. La vigorosa reacción de su
fuerte naturaleza le había salvado. En aquellos momentos de obligada quietud "el
Pernales" piensa únicamente en su venganza.
Tan pronto como se siente con fuerzas, da
instrucciones a sus compañeros, monta a caballo y se dirige sólo al
cortijo de los Hoyos. Es media tarde. El sol, camino de su ocaso, derrama sobre
la campiña una luz dorada. Al llegar a la casa, se apea y entra sin avisar. Un
gañan, a quien ni siquiera mira, se cruza con él. Pasa a la cocina y, junto a la
mesa donde comiera el emponzoñado arroz, ve a "el Macareno". Está remendando
afanoso una collera. Al oír pasos, suspende su labor y levanta la vista. Apenas
puede creer lo que ve. Allí está, tan sólo a unos pasos, quieto, recio y
dominador, "el Pernales". Tiene las facciones ensombrecidas y en sus ojos azules
brilla una chispa trágica. El cortijero sabe muy bien a lo que viene. Quiere
justificarse con una frase amable, pero no puede. Tiene la boca seca. El bandido
avanza hacia él amenazador.
-¡Sal fuera!-le ordena.
Como haga intención de resistirse, lo
levanta del asiento. A empujones, a puñetazos y a patadas lo saca del cortijo.
Sin cesar de golpearlo va con él hasta un olivar próximo, donde se internan.
Cuando juzga que están al abrigo de miradas curiosas, le hace detenerse. De un
empellón brutal lo tira contra uno de los árboles. El cuerpo de "el Macareno"
choca pesadamente contra el rugoso tronco. Queda grotescamente sentado. Y en el
suelo, como está, sin querer darle ocasión de defenderse, ciego de ira,
enloquecido, le golpea con todas sus fuerzas. Inútilmente trata aquél de
cubrirse con los brazos. Durante un rato, que parece eterno, sólo se escucha el
jadeo de "el Pernales" y los ayes de su víctima. Esta, al finalizar la tremenda
paliza, no puede moverse. Los dolores se lo impiden. Tiene el rostro tumefacto y
ensangrentado. Lanza sobre "el Pernales" una mirada triste y suplicante. El
bandido, por toda respuesta, le atenaza con una de sus manazas a la altura del
cuello. Aproxima la cara a la suya y, rebosante de odio, le dice:
-¡Ahora, perro traidor, vas a morí a mis
manos!
Al cortijero se le quiebra en la garganta
un alarido. Sin soltarle, "el Pernales" lo alza de un fuerte impulso y pega su
cuerpo inerte al tronco del olivo. Mientras lo sostiene con el hombro, suelta un
rollo de cuerda que ha traído colgado a la cintura y comienza a atarlo. Lo hace
sañudo, apretando, con el pie puesto contra el árbol, a cada vuelta. "El
Macareno", conmocionado, se queja lastimeramente. En un momento queda
aprisionado. Las ligaduras se le hunden en la carne. Eleva, como un falso y
rústico San Sebastián, sus ojos a lo alto.
"El Pernales" a tomado asiento en el
suelo, frente al cortijero. Lo mira con sonrisa de triunfo. Despacio lía un
pitillo y lo da fuego con un mixto. Mientras fuma despacio, tiende la vista en
torno. El olivar está solitario. Las sombras del ramaje, rotas a trozos por
golpes de sol, se han extendido emborronado la tierra. "El Macareno" abre con
trabajo sus ojos, hinchados y sanguinolentos. Quiere hablar. De sus labios
amoratados salen con trabajo dos palabras:
-¡Ten piedá!
-¿La tuviste tú?- le grita "el Pernales",
levantándose.
Se acerca a él, saca un cuchillo, le rasga
a tirones las ropas y, lentamente va haciéndole profundos cortes en el pecho, en
la cara, y en los brazos. Brota la sangre. "El Macareno" aún encuentra fuerza
para gritar. Sin apartar la vista de él, ajeno a su dolor, gozándose en su
sufrimiento, "el Pernales" presencia impasible el atroz suplicio. Ha vuelto a
sentarse y enciende otro pitillo. De cuando en cuando, abandona el lugar, toma
el cuchillo y, acercándose, repite la operación, ahondando más las heridas. "El
Macareno" ya no habla. Un débil jadeo agita su pecho. Luego queda inmóvil,
desangrándose silenciosa, pausada, desesperadamente ...Al poco rato expira.
"El Pernales" zarandea su cabeza. Cuando
se convence de que está muerto, guarda el cuchillo y, satisfecho, sale sin prisa
del olivar. Vuelve al cortijo, monta en su caballo y se aleja. Cuando sale al
camino emprende un alegre trote. El sol, a punto de hundirse en el horizonte,
llena el cielo y los campos de sangrientas luces. "El Soniche" y "el
Chorizo" ya están vengados.
Así dicen que sucedió. Según parece, un
pastor había presenciado desde lejos, mudo de terror, la espantosa escena. Desde
entonces, temeroso, siempre que come en algún sitio, "el Pernales" hace participar
de su comida a quien le sirve.
Todo esto, que corre rápidamente por los
pueblos de boca en boca, empieza a darle una triste celebridad. Como les pasó a
todos sus antecesores, junto al miedo que su presencia inspira, crece, primero
tímida y luego abiertamente, la admiración popular. También la leyenda comienza,
con el suceso narrado, a vestirse sus bellas y atractivas galas. Lo que a
continuación ocurre va a contribuir aún mas a ello.
El teniente Varea no descansa ni un
momento, en su afán de vérselas con el bandido. Cada vez le sigue más de cerca
los pasos. Diversos confidentes, cuyos medios de información desconoce, le van
indicando los lugares por donde habrán de retirarse después de cada uno de sus
robos. Acude siempre a ellos y una noche está a punto de efectuar la captura.
Sucede en un monte próximo al cortijo del Puntal, de Peñarrubia. Se cruzan, por
ambas partes, algunos disparos, y cuando cree tener a los malhechores en
sus manos, éstos logran escapar, amparados por la oscuridad. Tan precipitada es
la huida, que se ven obligados a dejar en poder de los guardias los caballos con
sus equipos.
Días después ya no tienen igual suerte.
Durante una de las incursiones, entre Estepa y Aguadulce, se encuentran de
pronto rodeados por la Guardia Civil. En una estéril tentativa, hacen fuego
sobre ella. Sólo consiguen atravesar el tricornio a uno de los guardias. A
continuación, no les queda más remedio que entregarse si quieren salvar la vida.
"El Pernales", "el Niño de la Gloria" y
"el Canuto" son esposados. Seguidamente, el teniente, con dos parejas, les
conduce al depósito municipal de la Campana, donde deberán pasar la noche, en
espera de ser entregados, con el nuevo día, al juzgado correspondiente.
Los bandidos son registrados
cuidadosamente, así como los bultos que llevan en los caballos. A "el Pernales"
se le encuentran únicamente trescientas sesenta y cinco pesetas y unos cortes de
tela, procedentes del robo de Cazalla. Al ser preguntado por el resto del
dinero, dice que lo ha perdido en el juego. "El Niño de la Gloria" lleva
trescientas pesetas, de igual procedencia, y confiesa también que su parte se le
ha ido tras los naipes. A "el Canuto" sólo se el ocupan doscientas pesetas, pero
después se sabe que, a raíz del asalto al cortijo de Cazalla, había
comprado y pagado con su producto una casa en Estepa a nombre de su mujer.
Lo que aquella noche ocurre en la cárcel
de La Campana nadie lo ha llegado a saber de cierto. Constituye, como el
envenenamiento preparado por "el Macanero" y la venganza que de éste se
tomó, uno de los varios misterios que encontramos en la vida de "el Pernales".
La verdad es que, pese a las recomendaciones del teniente Varea para que se
redoblara la vigilancia de los bandidos, estos consiguen huir. ¿Cómo? Por Estepa
corren durante unos días versiones para todos los gustos, que explican, a su
manera, lo ocurrido. Unos dicen que manos desconocidas y generosas sobornaron a
los guardianes de la prisión, a fin de que facilitaran la fuga. Otros aseguran
que ésta debióse a la diligencia y a la industria mostrada por las familias.
Aclaran que al llegarles la noticia de que habían sido presos, se adelantaron a
la conducción y, haciendo amistad con los carceleros, consiguieron embriagarles
llegada la noche y, tras perforar un tabique, dieron por él suelta a los tres
caballistas. No faltaron tampoco personas que achacaron la sensacional
escapatoria a la poderosa influencia de un conocido cacique, a quien convenía
mucho estar a bien con los bandidos.
Sea como fuere, éstos viéronse libres
antes de que el alba apuntara y desaparecieron. Según confesó mucho después la
señora Josefa, madre de "El Pernales", su hijo estuvo escondido dos meses en el
castillo de Arjano. Esto no nos ha sido posible comprobarlo. Pero sí
sabemos con certeza que, por aquellos días, Francisco Ríos busca temporal
refugio en casa de los padres de un amigo suyo que habitan en El Rubio. Este
pueblo forma, con Marinaleda y con Matarredonda, que es una aldea de este último, lo que allí se
conoce por "los Santos Lugares". Sobre tal denominación, que sin duda tiene su
origen en rivalidades pueblerinas, por el afán de molestarse mutuamente,
corre por aquella comarca la siguiente anécdota:
Dicen que hace muchos años los tres
celebraban juntos la Semana Santa. Y como no disponían de pasos para formar un
lucido desfile, suplían las imágenes por personas. Las elegían, claro es, entre
las de mejor conducta, en atención a las sagradas figuras que habían de
representar. Para hacer de Jesús buscaron al hombre más honrado de los tres
pueblos. Y dicen que un año salieron como siempre por las calles de Marinaleda
con el acostumbrado fervor. Iba el intérprete del Redentor sobre andas, con su
morada túnica, su corona de espinas y una pesada cruz al hombro. Todo era
recogimiento y silencio. Pero al doblar la procesión una esquina aparece frente
a ella una pareja de la Guardia Civil. Verla el Nazareno y abandonar de un salto
las andas es todo uno. Atemorizado, echa a correr con intención de ponerse a
salvo. Pero no puede hacerlo como quisiera. Se lo impide el peso de la cruz,
que, para mayor seguridad, le habían atado al hombro. Al fin cae en poder de los
civiles. Suspéndese la procesión. Luego se sabe que el pobrecito estaba
reclamado por varios juzgados, acusado de tres delitos de hurto y cuatro de
robo. Y con todo, había sido elegido como la persona más honrada de los tres
pueblos.
Lo que no puede suponer "el Pernales",
cuando llega huido a El Rubio, es que allí le está esperando, preparada por el
destino, una mujer que va a dejar en su vida profunda huella; que va a poner en
él, sincera y cándida, una fe ciega y un cariño sin límites.
La choza donde viven se encuentra en las
afueras del pueblo. Tiene unos toscos muros de piedra sin trabar, blancos de
cal, y la cubre un tejado de sucia paja. Junto a la puerta abre sus ramas una
frondosa higuera. El matrimonio, que ha visto consumirse dentro una buena parte
de sus vidas, trabaja en el campo. El marido se llama Juan Fernández Maraver. Es
un hombre como de sesenta años, alto fornido, de aspecto apacible y bonachón. De
joven fue soldado en el regimiento de lanceros de Villaviciosa y tomó parte en
la batalla de Alcolea, que dio al traste con el trono de Isabel II. Según suele
contar, "llovían en ella más balas que chinas hay en el mar". Su mujer es Juana
del Pino, de más años que él. Tiene el rostro negruzco y arrugado, la mirada
dulce y las manos descarnadas e inquietas.
Sus dos hijos, ya casados, han formado
hogar en el mismo pueblo. Y, al igual que les sucede a ellos, son todos bien
vistos porque siempre han observado una intachable conducta. Con los padres
vive, alegrándoles la vejez, su única hija, Concha, Conchuela, como a él gusta
llamarla.
Es una linda mocita, de poco más de veinte años; alta, esbelta, de
correctas facciones, pelo negro y labios encendidos. No es, como pudiera
pensarse por el medio en que vive, una muchacha rústica e ignorante. Se despega
de aquel lugar. Tiene un aire de natural distinción sabe leer y escribir y
hace con primor bordados y labores finas. Es soñadora y apasionada. El padre,
cuando alguien alaba sus buenas prendas, dice siempre : "es como toas:
trabajadora, modosita y mu desente". ¿Cómo pudo el azar colocar a tan hermosa
criatura en las zafias manos de un criminal, para que la desgraciara y
envileciera?
Huelga decir que, tan pronto como la ve,
"el Pernales" se prenda de ella. Con todo, es tan sólo uno más de los que se
rinden hechizados a su encanto. Pero Conchilla desdeña a los gañanes que
rivalizan entre sí por una de sus sonrisas. Este que ahora llega a su casa,
perseguido trayendo aromas de recia montaracia y brillos de leyenda, por
fuerza ha de impresionarla más que ninguno. Deslumbrada, lo ve en todo momento
idealizado. Y aún a su pesar siéntese atraída hacia él. Lo compara, sin duda,
con un héroe de novelas por entregas. Y es que por aquellos días quiere la
casualidad que lea febrilmente el folletín de Florencio Luis Parreño "Jaime
Alfonso, el Barbudo", el cual la tiene transportada a un mundo lejano y
fascinador, lleno de inesperadas aventuras, de amores intensos, de generosidades
y de valentía. Es lógico, pues, suponer que Conchilla encuentre, personificadas
en "el Pernales", todas sus fantasías de mocita novelera. Menudean, a lo que
parece, las conversaciones a solas, de noche, en la puerta de la casa. Y el
silencio, la oscuridad, el sentirse juntos y las palabras quedamente susurradas,
que penetran cálidas, van encendiendo sus amores. Todo contribuye a rendir el
ánimo, ya propicio, de la joven. Y queda para siempre esclava de "el Pernales".
Tan en secreto llevan su idilio que nadie
en la casa lo advierte. De momento, nada pasa entre ellos; pero no tardarán
mucho en romper con todo lo que se oponga a su cariño, hasta verse arrastrados
por un trágico vendaval hacia un final irremediable.
El bandido sólo ha permanecido en El Rubio
ocho a diez días. En ellos se ha ganado por entero el corazón de Concha
Fernández Pino. Ya no se acuerda para nada de su mujer y de sus hijas, ni de su
amante María, "la Negra", a quien inmortalizara el escultor Julio Antonio, ni de
esta o aquella soltera o casada que le han venido concediendo generosas sus
favores en pueblos y en cortijos, poniéndole más de una vez en apurados trances.
Únicamente piensa en volver a ver a Conchilla y en encontrarse de nuevo a
caballo con sus compañeros. Tan pronto como pasa aviso a "el Niño de la Gloria"
y a "el Canuto", éstos se reúnen con él.
No vienen solos. Traen a un hombre como de
cuarenta años, mal encarado, de aspecto repulsivo, que desea formar parte de la
partida. Se llama Antonio Sánchez y por el apodo "el Reverte".
Sencillamente,
con toda naturalidad, y sin dar a la cosa mayor importancia, se ofrece a "el
Pernales" para una sola misión: servirles unas veces de cebo y otras de
resguardo. Si transitan por sitios peligrosos, él irá abriendo marcha y será a
quien primero ataquen. Si, por el contrario, se ven precisados a escapar,
se quedará el último para cubrir la retirada de los demás, entreteniendo a
los civiles. Así, él será, si llega el caso, quien reciba los primeros disparos
y también los últimos. A "el Pernales" le cuesta trabajo creer que en un cuerpo
tan mal fachado pueda albergarse una bravura tan grande. Lo acepta y, en lo
sucesivo, no habrá de arrepentirse de haberlo hecho, pues "el Reverte" le
demuestra que no alardeaba en vano.
En su primera salida no les acompaña la
fortuna. Entre Los Ojuelos y Marchena alguien les ve pasar a caballo y armados.
No duda que pueda ser la cuadrilla de "el Pernales" y da aviso telegráfico a La
Roda. Acuden fuerzas de esta localidad y se apostan en las inmediaciones del
pozo, que llaman de Meniches, por donde los bandidos, según la ruta que llevan,
han de pasar. Al verles venir, para dar de beber a sus caballos, les gritan:
-¡Alto a la Guardia Civil!
Vuelven aquéllos grupas velozmente y, sin
cesar de disparar, emprenden la huida. "El Reverte" cumple como prometiera. Con
extraordinario arrojo, resguardándose entre los olivos, contiene a los civiles.
Luego se une a sus compañeros.
Días después solicitan, con amenazas, de
un rico propietario del término de Estepa que deposite varios miles de pesetas
en cierto lugar de una loma inmediata al cortijo de su propiedad. Avisa aquél a
los guardias y éstos montan la correspondiente vigilancia para detener a quien
se acerque; pero "el Pernales", advertido de la denuncia, no se presenta. Días
más tarde le roban, asaltando la casa, más de lo que solicitaban.
Poco después dirigen la consabida petición
de dinero a Don Pedro Aceña, arrendatario del cortijo de Calonge, situado en el
término de Palma del Rió. A la noche siguiente se presentan allí "el Pernales" y
"el Niño de la Gloria" para recoger la suma solicitada. Al sentirles llegar, el
hombre, presa de un miedo insuperable, se encierra en su cuarto con un criado.
Antes advierte a los demás. Cuando los bandidos pregunten por él han de
decir que no se encuentra en la casa. Durante largo tiempo siente sus voces
amenazadoras en la cocina. Temiendo que en cualquier momento puedan asaltar la
habitación, decide arrojarse por la ventana a un muladar que existe al pie. Cae
el hombre tan malamente que se fractura una pierna. Aguanta el dolor y allí
permanece, hundido hasta la cabeza, en el blando y maloliente montón toda la
noche. Al rayar el alba los bandidos se marchan, después de haber cenado
abundantemente. Y es entonces cuando el infeliz labrador puede abandonar su
voluntaria cárcel de estiércol.
El diario contacto con gañanes, pastores y gente humilde,
víctimas de injusticias permanentes, en todos los cuales alienta escondido un
fuerte espíritu de rebeldía, hace sentir a "el Pernales", más cerca que nunca,
la miseria que sufrió intensamente en su niñez. A veces, estas pobres gentes le
piden un socorro, que no se atreve a negarles, y ellos a cambio le prometen
complicidad y silencio. Ven en él un aliado contra los ricos, un amparador de
sus derechos.
Alguien, en algún café, o en el campo, o
en quién sabe dónde, le ha llenado la cabeza de ideas anarquistas,
convenciéndole de que los ahora condenados al hambre y a la esclavitud han de
rebelarse un día, sembrando por los campos andaluces la ansiada justicia social
de que tan necesitados se encuentran. Y alaban sus robos y las agallas que
demuestra para humillar a los poderosos. Está haciendo lo que otros continuarán
después; lo que hace años inició "La Mano Negra".
La zafiedad de "el Pernales" acepta,
atropelladamente, estas doctrinas y las digiere mal. A su modo, animado por
instintos primitivos, trata de ponerlas en práctica. Quizás se cree un redentor
de los hombres de la gleba. Les ayuda en sus necesidades, pero también les hace
saber que si en algún momento le traicionan recibirán un tremendo escarmiento.
Odia a los ricos, pero cuando les pide, refrena sus modales y en ocasiones lo
hace hasta con estudiada cortesía. Procura, cuando roba, no aparecer antipático.
Y esto lo observará hasta su fin.
Sus halagos a braceros, pastores y gañanes
son constantes. Sabe que de ellos depende en buena parte su seguridad. Esta
nueva conducta va a ser el fundamento y origen de su fama. la razón de su gloria
popular. Lo que "el Pernales" no llega a tener nunca es talento para levar a
cabo robos importantes. Estos los realiza generalmente al azar, sin el estudiado
plan que siempre ha precedido a los de "el Vivillo".

Joaquín Amargo Gómez
"El Vivivllo"
Ello le obliga a
menudearlos, cosa que jamás les sucedió a los bandidos de antaño. De ahí que la
prensa tenga necesidad de ocuparse con mucha frecuencia de él. Y esta machacona
repetición de su nombre es el principal motivo de su celebridad.
"El Pernales" conoce el terreno en que se
mueve y es muy difícil que en él puedan sorprenderle. Es, por otra parte, un
consumado jinete. Sabe tratar a los caballos. Tiene siempre tan bien domesticado
al que monta, ya sea su predilecto "Relámpago" u otro, que aún hallándose
alejado de él por alguna distancia, acude siempre a su lado guiado por el
sonido, tan pronto le llama con un silbido especial. Si sus perseguidores le dan
tiempo a ganar cualquier extenso olivar, de los que allí tanto abundan, ya no
les será posible alcanzarle. Con maestría sorprendente galopa veloz
por entre los árboles, cambiando constantemente de calle en rápidos giros. Es
así como se burla de las balas.
Cuando se ve obligado a abandonar la
llanura y alcanza algún punto elevado, explora frecuentemente el terreno que se
extiende a sus pies con un catalejo del que nunca se separa.
En sus constantes marchas, lo mismo camina
de noche que con la fuerza del calor. Tiene una resistencia increíble. Si se ve
precisado a dormir en el campo ata el caballo a un olivo y él se acuesta junto a
otro, a dos o tres kilómetros de distancia. Merced a esta táctica la Guardia
Civil le ha quitado varios animales, pero él ha conseguido escapar. Además, es
hábil. Sabe imprimir al grupo una movilidad extraordinaria. Cuando se les cree
en un punto aparecen en otro. Huelga decir que tienen entrada franca en cuantos
cortijos se presentan. Les dan de comer lo que piden y cuidan y echan pienso a
sus caballos. No hay cortijero capaz de denunciar a "el Pernales" si lo tiene en
casa. Cuanto más, y para que no parecer sospechoso de complicidad, da el aviso a
las pocas horas des haberse marchado. Suelen decir que estiman más su pellejo
que los bienes del amo.
Esto queda demostrado una mañana, en el
cortijo de don Rafael Moreno, próximo a Aguilar. Varias yuntas están arando unas
tierras cuando pasan entre ellas, desafiantes, cuatro jinetes. Como siempre, va
en cabeza "el Reverte". Le siguen "el Niño de la Gloria" y "el Canuto" y "el
Pernales". Pregunta éste por el aperador y un hombre que se adelanta hacia él.
-Sabes quién soy, ¿verdá?-le dice. Como el
otro responde con un movimiento afirmativo de cabeza, añade: -Agarra ahora mesmo
er portante y di a don Rafaé quel "Pernale" le pie mir pesetas. Y mucho cuidaito
con avisá a los seviles. Si te vas de la lengua echo patas arriba a toos esos
mulos y a ti te rajo la tripa. ¡Andando!
El aparador, sin replicar, marcha a casa
de su amo. No tarda mucho, porque Aguilar está cerca. Cuando vuelve, trae en el
bolsillo unos billetes que entrega al bandido. Son las mil pesetas solicitadas.
Tómalas éste satisfecho y obliga al hombre a que convide a vino a todos. Después
de beber unas copas con los gañanes, los bandidos se alejan tranquilamente.
Cuando lo ocurrido llega a oídos de la
Guardia Civil, y se presenta en el cortijo, ya es tarde para seguirles la pista.
Han de contentarse con llevarse al aperador por suponerle cómplice del despojo.
Le tienen en prisión tres días. A las preguntas que le hacen responde,
invariablemente, que es padre de familia y ha de atender, ante todo, a la
conservación de su vida. Y tiene por seguro que de negarse, "el Pernales" habría
cumplido su amenaza. Al cabo, y después de oídas las declaraciones de los
gañanes, le sueltan, por no resultar cargo contra él.
Desde luego, las venganzas del bandido son
de temer. Por aquellos días uno de los trabajadores de un cortijo cercano a
Ecija, que se las da de hombre entero y a quien nada ni nadie pone miedo, tiene
la mala ocurrencia de querer demostrarlo, denunciando la presencia de "el
Pernales" por aquellos contornos. Acude la Guardia Civil y no dan con el,
naturalmente. Al día siguiente ya tiene el bandido conocimiento de lo
ocurrido. Y como en el caso de "el Macareno", después de averiguar quién ha sido
el delator, se presenta solo, a caballo, en el lugar donde se encuentra labrando
la tierra, con diez o doce compañeros más. Descabalga y le llama por su nombre.
Acude aquél, sin reconocerle. Al descubrírsele "el Pernales", se echa atrás con
intención de defenderse. No le da tiempo. Ante las miradas asombradas de todos,
lánzase sobre él y comienza a descargarle, con puños y pies, en el rostro y en
el cuerpo, una lluvia de golpes. Cae a tierra el gañán y allí recibe, en
cortos instantes, el más terrible de los castigos. Nada puede hacer por
evitarlo. Sus compañeros, temerosos y cobardes, presencian impasibles la escena.
Y ninguno tiene los suficientes arrestos para salir en su defensa.
Con todo lo dicho, la fama de "el
Pernales" corre y se extiende por la comarca entera, salta al resto de Andalucía
y llega a Madrid y a otras ciudades. Pocos ignoran allí su nombre. La presencia
constante de la partida en caminos, pueblos y cortijos, dejando un reguero de
delitos, comienza a preocupar a las autoridades. Ante las innumerables denuncias
por tantas fechorías impunes, se ven en la necesidad de enviar nuevas fuerzas
contra él. El gobernador de Córdoba, señor Cano y Cueto, recibe del ministro de
la Gobernación, conde de Romanones, constantes apremios para que vea acabar,
cuanto antes, con el creciente imperio del estepeño. Sus esfuerzos son vanos.
Hace un viaje por los lugares donde los bandidos se mueven y, a los pocos días,
tiene que volverse a Córdoba, corrido y en ridículo. De su estancia sólo queda
el recuerdo de la petición de mil pesetas, que "el Pernales" en persona le hace,
deteniendo un momento su coche a las puertas de Lucena. No espera, sin embargo,
a que se las entregue. Le basta con haber demostrado al señor gobernador que por
aquellas tierras manda mucho más que él.
Puede moverse con tanta libertad, y hacer
alarde de tantas arrogancias, porque el amparo que recibe, no sólo de las gentes
del campo, sino del vecindario de los pueblos, es cada día mayor. Sólo roba a
quienes les sobra el dinero. Los humildes están, por ello, de su parte. Hacen en
todo momento causa común con él. Puede decirse que éste es el único medio que
tienen para protestar por la pasividad del Gobierno en la resolución del
problema del hambre. Consideran, pues, al bandido como el arma vengadora de sus
agravios. El diputado demócrata señor Sánchez Jiménez llega a decir que el
bandolerismo no es más que la lucha enconada entre el bracero y el propietario.
No se extinguirá, por tanto, matando a "el Pernales", sino remediando la crisis
del trabajo en Andalucía. Así debe entenderlo también el bandido, porque no
pierde ocasión de acentuar el carácter social de sus actividades.
Un día que va acompañado de "el Niño de la
Gloria", se encuentra con una cuadrilla de segadores cerca de Herrera. Se da a
conocer a ellos y, ofreciéndoles cigarros y dinero, se reúnen en buena compañía
a la sombra de un árbol. Hablan del duro trabajo que están realizando y "el
Pernales" les dice, con su tosca expresión, que mientras ellos están allí,
tostándose bajo un sol de fuego para ganar un triste jornal, los propietarios se
estarán divirtiendo en los círculos y casinos, tomando champán helado y
jugándose, en un momento, lo que todos juntos no llegarán a ganar en su vida.
Aquellos hombres, quemados y sudorosos, asienten convencidos a sus palabras.
Poco después "el Pernales" y "el Niño de la Gloria" se despiden con muestras de
simpatía. Los segadores, en medio del camino, los ven marchar silenciosos y
admirados.
Poco después se les acerca una pareja de
la Guardia Civil y les pregunta si han pasado por allí los bandidos.
-Sí- contesta uno de ellos deteniendo el
trabajo de la hoz.
¿Hacia dónde fueron?
-Camino de Estepa- responde. Luego torna
afanoso a su labor.
Con indicaciones así nunca llegarán a
encontrarlos. "El Pernales" y sus compañeros habían tomado la dirección de
Aguilar, que se encuentra en sentido contrario.
Francisco Ríos, que está a punto de
eclipsar la fama de sus paisanos "el Vivillo" y "el Vizcaya", no goza, sin
embargo, del prestigio y de la seguridad que éstos tienen en Estepa. Allí pocos
le quieren, aunque no le falten valedores. Su madre, su esposa y sus dos hijas
viven en el mayor de los aislamientos, y también en la mayor de las miserias,
sin que nadie tienda hacia ellas una mano caritativa.
-Si vieran por aquí a mi hijo- llega a
decir la señora Josefa-, serían capaces de matarlo.
Quizá fuera verdad. Y es que, en más de
una ocasión, ha hecho víctima de sus robos a algunos de sus paisanos, y éstos no
se lo han perdonado jamás. A "el Vivillo" tampoco le cae bien. Cuando le hablan
de él, comenta despectivo:
"¡Bah! Es un bandido tonto."
Pero él sigue, a despecho de estas
antipatías, ganando adeptos. Lo que en Estepa le regatean se lo conceden con
largueza en otros muchos sitios. Ahora vive casi exclusivamente de pedir dinero
a los grandes terratenientes y capitalistas. Y lleva su llamémosla honradez
hasta el extremo de no admitir cantidades superiores a la que solicita. Luego
distribuye parte de ellas entre las gentes humildes. No hay duda de que esto lo
hace de forma estudiada, porque mientras socorre a personas que ni siquiera
conoce, la señora Josefa, su madre, tiene que seguir trabajando a sus cincuenta
y cinco años. No recibe para su sostenimiento ni un solo céntimo del ya famoso
bandido. El prefiere repartirlo aquí y allá o jugárselo al giley en
interminables partidas nocturnas. De su mujer y sus hijos tampoco se acuerda
para nada. Todo esto es totalmente cierto. En los numerosos registros que la
Guardia Civil efectúa en ambas casas nada encuentra de valor.
A "el Pernales" no le basta que muchos
sientan admiración por él, ni que aprueben y alienten sus fechorías. Cree
necesario también gallear, pisar fuerte para inspirar respeto, y de cuando en
cuando hace alguna fanfarronada. Contrariamente a la fama de cobarde que le
adjudican sus paisanos, demuestra, en más de una ocasión, que es hombre de
arrestos.
Valga como ejemplo lo que le sucede cierto
día del mes de abril de 1.906, en el cortijo del Palmerete, situado en las
proximidades de Marchena. Ha comido en él con todo sosiego, y cuando se dispone
a salir se encuentra cercado por dos parejas de civiles. Dande el alto y él les
contesta con duros insultos. Recurren entonces aquellos a las armas y "el
Pernales" les responde de igual forma. Durante un rato menudean los disparos. En
un alarde de audacia sale Francisco Ríos, a gran velocidad, por una puerta
accesoria. Corre como un galgo, zigzagueando ágil, para sortear las balas que
llueven sobre él. Ninguna le alcanza. Llega donde los olivos empiezan a
espesarse y desaparece.
A los pocos días entra en sospecha de que
aquella sorpresa ha sido, tal vez, debida a la delación de un vecino de
Marchena,
apellidado Ternero, que en más de una ocasión ha condenado públicamente sus
actos. Como sabe que es el propietario del casino, cruza con toda tranquilidad
la población y se presenta allí en busca. Cuando entra, el salón hierve de
conversaciones. El humo de los cigarros tiende movibles velos sobre las cabezas.
De momento, nadie repara en él. Luego, alguien le reconoce y poco a poco, en voz
baja, va corriendo su nombre de mesa en mesa. Decrece el rumor de las voces.
Unos y otros, aparentando indiferencia, le miran de reojo, atentos a sus
movimientos. "El Pernales" advierte la expectación que su presencia causa y no
se da por enterado. Despacio, se acerca al mostrador. Pregunta por el hombre a
quien desea ver y, como le digan que no se encuentra allí, decide esperarlo.
Pide café. El camarero, sin disimular su miedo, sírvele diligente. Lo toma con
lentitud y después enciende un cigarro. Así deja pasar unos minutos. La
inquietud entre los parroquianos aumenta. Sólo el temor y la curiosidad evitan
una desbandada general. Vista la tardanza del dueño, el bandido arroja la
colilla al suelo, paga y dice con la mayor naturalidad al mozo que le ha
servido:
-Dile a Ternero que "el Pernale" ha venío
a buscarle pa matarlo.
Vuelve la espalda a la concurrencia y,
seguido por cien ojos asombrados, cruza la puerta y gana la calle. Nadie ha
rechistado. Ninguno se ha movido. Todos se han quedado clavados en su sitio, sin
hacer nada por detenerle.
Este rasgo de valentía le gana mil
admiraciones al ser narrado hiperbólicamente por quienes lo presenciaron. Y
cuando todos se hacen lenguas de tanta temeridad y majeza, alguien intenta echar
un jarro de agua fría sobre los cálidos entusiasmos que suscita. Parece ser que
la cosa no tuvo tanto mérito. Se dice que "el Pernales" no hizo aquella tarde
sino representar una bien montada comedia, porque sabía de antemano que Ternero
había estado todo el día en Utrera para unos asuntos de su negocio. Pero esto
muy pocos llegaron a creerlo. La leyenda empezaba a envolver a Francisco Ríos y,
como sucedió a todos sus antecesores, iba a tener más fuerza y más verdad que la
propia realidad.
En medio de sus andanzas y sus peligros, "el Pernales" no
deja de tener siempre presente la grata imagen de Conchilla, la de El Rubio. El
recuerdo de sus encantos le llena muchas veces el pensamiento. Siente imperioso
el deseo de tenerla entre sus brazos. Por eso, siempre que corretea por aquellos
lugares se acerca a verla. La mocita le recibe cada vez más rendida y enamorada.
Ni uno ni otro miran de recatarse, como antes. Parece no importarles que los
demás lo sepan. El bandido se presenta en el pueblo cuando le place y, ante las
miradas de todos, corteja abiertamente a la joven. Algunos llegan a verlos de
noche, muy juntos, a la puerta de la casa, acariciándose bajo la sombra
protectora de la higuera. La noticia corre por el pueblo como el fuego. En todas
partes es comentada con escándalo y sorpresa. Lo ven, y apenas pueden creerlo. A
los mayores les parece vergonzoso e indecente que un caballista, casado y con
hijos, perseguido a muerte por los civiles, requiera de amores a una mocita como
Conchilla, y, mucho más, que ésta le corresponda. Uno de los vecinos, más
indignado e indiscreto que los demás, llega a afear a la muchacha su conducta.
Esta, llorosa, no deja de contárselo a "el Pernales" en la primera entrevista.
Noches después, aquél está sentado
tomando el fresco a la puerta de su casa. De pronto siente en el rostro un
tremendo puñetazo, que lo deja sangrando por la boca y nariz. Antes de que pueda
tener conciencia de tan inopinada agresión, otro, aún más fuerte, le derriba de
la silla al suelo. Se levanta rápido, agarra ésta y la levanta en el aire para
responder a quien le ataca. No llega a descargar el golpe. Ve, próxima a su
cara, la de "el Pernales". Sus ojos le taladran amenazadores. En un segundo
tiene, apretándole el pecho, el cañón de una pistola.
-¡Si te meneas, disparo! "Esto esto es pa
que no te metas ande no te llaman. Y otra ves no voy a conformarme con tan poco."
Sepárase de él dándole un empujón y se
aleja calle adelante en busca de Conchilla. Conocido el hecho, a nadie se le
vuelve a ocurrir hacer comentarios sobre aquel noviazgo. Si los padres y los
hermanos de Conchilla lo aceptan, no van a ser ellos quien se opongan, velando
por la moralidad del pueblo. Y callan.
Alternando con breves escapadas a El
Rubio, "el Pernales" continúa sus fechorías en aquel territorio. Su nombre suena
casi a diario en todos los sitios, aireado por la fama. Menudean sus robos y sus
peticiones de dinero. A una señora viuda, vecina de Rute, le pide un día
quinientas pesetas. Ella accede y por un criado le manda mil, con el encargo de
que no la vuelva a molestar en el término de un año. Al entregárselas, el
bandido toma sólo la mitad y advierte al enviado:
-Di a tu señora quel "Pernale" sólo
asmite er dinero que píe.Lleleva esas quinientas pesetas y le dises que
está pagá hasta el año que viene.
De la serenidad que el bandido ha llegado a adquirir, y a la
que debe haber salido con bien de algún mal trance, da fe el siguiente sucedido:
Yendo una tarde de Estepa a Casariche a
lomos de "Relámpago" y solo, entabla conversación con otro jinete que camina en
igual dirección. Emparejados, charlan durante un rato. Aquél se da cuenta
inmediatamente de quién tiene al lado y juzga, como más prudente, hacer que no
lo conoce. Mientras hablan, "el Pernales" fija su atención en la magnífica
carabina que el viajero lleva colgada del arzón. Le agrada y decide hacerla
suya. Con amables palabras pídele que se la cambie por la que él lleva,
abonándole la cantidad que ambos estimen justa por la diferencia. Fijan ésta, y
"el Pernales", después de entregar el dinero, toma el arma. No ha hecho más que
poner la vista en ella cuando ve aparecer, por el recodo que tienen enfrente, a
una pareja de la Guardia Civil. Vienen cada uno por un lado de la carretera, con
los fusiles colgados del hombro. Dentro de unos momentos se cruzarán. "El
Pernales" dice en voz baja a su acompañante que siga. El irá unos pasos detrás,
como si fuera su criado. Si se para o hace algo para prevenir a los civiles,
disparará sobre él a quemarropa.
Cuando los guardias llegan a su altura,
saludan. El viajero y "el Pernales" les contestan con un amable "buenas tardes".
No pasa nada más. La Guardia Civil sigue su camino, bien ajena a que ha tenido
al temible bandido en la punta de los dedos. Este, al avistar las primeras casas
de Casariche, se separa de su ocasional compañero de viaje, deseándole llegue
con bien a su destino. Luego se aleja al trote vivo de "Relámpago". Con ilusión
infantil su mano derecha acaricia, más de una vez, la bruñida culata de la
carabina adquirida de tan curiosa manera y en tan críticas circunstancias.
La constante repetición de robos y
asaltos, no sólo por parte de "el Pernales" y su cuadrilla, sino por otros
ladrones de menor cuantía, hace que lleguen a los gobernadores de las provincias
muchas protestas de hacendados, propietarios y comerciantes. Piden,
sencillamente, que se ejerza mayor vigilancia, pues resulta arriesgado efectuar
el más corto viaje. Los bandidos dominan por entero la comarca. Algunos hacen
llegar su voz hasta el Gobierno. La prensa les secunda, y bien pronto se levanta
una campaña pidiendo a los poderes públicos que pongan en juego cuantos medios
sean necesarios para acabar de una vez con el azote del bandolerismo en
Andalucía. "España Nueva", de Madrid, y "El Liberal", de Sevilla, publican día
tras día sensacionales informaciones. En ellas censuran al Gobierno su
pasividad, y a las autoridades provinciales, su negligencia. Llegan hasta a
acusar de complicidad a varios alcaldes, jueces y policías, cuyos nombres dan.
Estas revelaciones originan un gran
escándalo. El conde de Romanones, que acaba de ocupar el Ministerio de Gracia y
Justicia en el Gabinete presidido por don José López Domínguez, quiere saber lo
que hay de verdad en lo denunciado. Después de consultar con su compañero, el
ministro de la Gobernación, don Bernabé Dávila, decide enviar a Estepa al
magistrado del Tribunal Supremo, don Víctor Cobián. Su misión será la de
examinar los hechos y anotar cuanto allí observe, para informar después al
Gobierno. De todo esto, con sus antecedentes y posteriores resultados, hablamos
ampliamente en la biografía de "el Vivillo". No obstante, hemos de repetir aquí
que la presencia de tan prestigiosa personalidad jurídica en el principal foco
del bandolerismo no impresiona lo más mínimo a los malhechores. Es muy cierto
que, por lo menos en dos ocasiones, éste, sin sospechar nada, los tiene a su
lado cuando con más ardor los busca.
Cuenta don Rodrigo Soriano que una noche
el magistrado está tomando el fresco a la puerta de la fonda donde en Estepa se
hospeda. Frente a él, en medio de la calle, un individuo, al parecer de alegre
condición, se pone a reír y a brincar jugando con unos niños. Contempla aquél
sonriente la escena unos momentos, y al cabo de ellos el hombre desaparece en
unión de la chiquillería. Es nada menos que "el Pernales".Y allí ha estado,
vivito y coleando. Alguien, servicial, se lo advierte a don Víctor, y cuando
éste echa tras él a unos guardias próximos, el bandido está ya lejos.
Según el comandante Casero, otra calurosa
noche de aquél mes de agosto de 1.906 formase en la principal calle de Estepa,
y en su sitio más concurrido, una animada tertulia ante la casa del oficial de
la Guardia Civil, señor Garduño. La componen, además de éste, don Víctor Cobián,
el coronel jefe del Tercio, su capitán ayudante, el juez de instrucción, el
registrador de la propiedad y el abogado sevillano señor Filpo. La conversación
versa, naturalmente, sobre el bandolerismo en general y sobre "el Pernales" en
particular.
A la derecha del grupo y frente a la
acera que ocupa está, a no muchos pasos, la casa solariega del marqués de
Cerverales. Junto a una de las dos columnas de piedra que enmarcan la amplia
puerta y sostienen el balcón principal se para un hombre. Recostado en una
de ellas, enciende tranquilamente un pitillo. Mientras lo consume a lentas
chupadas escucha lo que en la reunión se dice. Un buen rato lleva allí cuando
dos vecinos que pasan se fijan en él. Al reconocerle, uno de ellos le dice en
voz baja:
-Pero Francisco, ¿qué hases aquí?
Vuelve el interrogado la cabeza y
responde:
-Estoy oyendo lo que disen esos señores
que han venío de Madri pa cogerme.
Los dos estepeños hacen ver a "el
Pernales", pues él es, lo arriesgado de su atrevimiento y casi a la fuerza lo
alejan de allí.
Estas osadías del bandido, que llegan a
conocerse y son comentadísimas, aumentan aún más, si cabe, su popularidad.
Los ecos de su fama llegan también a El Rubio, donde Conchilla le espera siempre
anhelante . "El Pernales" suele visitarla con frecuencia. No tanta, sin embargo,
como su mutua pasión les exige. Cada vez sienten más la necesidad de estar
juntos, aunque la azarosa vida del bandido no haga esto muy posible. Ambos
quieren verse a sus anchas, sin que nadie sepan quienes son, lejos de El Rubio,
donde a cada paso mil ojos les vigilan. Ansían la libertad para su amor y se
disponen a dársela. Todo lo preparan en secreto.
Un día del mes de agosto de 1.906, la
señora Juana y su hija Concha acuden, con un grupo de mujeres, a segar garbanzos
en las tierras de un cortijo del término de Ecija, llamado Casilla de Cumita. La
mañana es calurosísima. Un sol abrasador tuesta las espaldas y reseca las
gargantas. Algunos mozos de la gañanía que trabajan con las mujeres rondan, con
el menor pretexto, en torno a las jóvenes. Suenan risas y chicoleos, que ellas
reciben complacidas, aunque fingiendo enojo. Las madres, vigilantes, los alejan;
pero ellos vuelven a las bromas, aumentando así su furor. Una de las muchachas,
llamada Carmen Dacuera, se dispone a ir a por agua al pozo próximo. El galán, en
acecho, hace intención de acompañarla, pero la madre se lo impide. Deja
malhumorada el cántaro, y Conchilla, que está a su lado, lo toma. Con él en la
mano camina hacia el pozo, gallarda y airosa, dando al sol su arrogancia.
Inclinado sobre el pretil, un muchacho tostado y sucio, a quien conoce, saca
lleno de agua el cubo que acaba de meter. Mientras bebe de él, un jinete sale de
entre los olivares. Viene al galope. El sol pone luces en el cañón bruñido de la
carabina que le cuelga de la montura. Al llegar donde Conchilla se encuentra,
para en seco. Es "el Pernales", a lomos de su caballo "Relámpago". Sin pronunciar palabra
alguna, echa pie a tierra, tiende sobre el animal una manta jerezana, toma a
Conchilla por la cintura y la coloca sobre la silla. Salta él a continuación y
pica espuelas. El muchacho, que ha presenciado sorprendido la rápida escena,
tiene un arranque de hombría. Conoce muy bien lo que aquel desconocido se
propone. Sin dudar, agarra por la brida a "Relampago" y trata inútilmente de
impedir que se mueva, mientras grita para llamar la atención. El caballo, herido
por la espuela de "el Pernales", se agita fiero. Relincha, levanta las manos y
derriba a quien le sujeta. Después sale como un vendaval. Al borde del pozo, el
muchacho queda vencido y rabioso viendo alejarse a la pareja.
Desde aquel momento, Concha Fernández
Pino será ya, para siempre, Concha la de "el Pernales". Sus padres no vuelven a
tener noticias de ella hasta después de la muerte del bandido. Tampoco saben
nunca donde se encuentra. El primer lugar donde los amantes ocultan su pasión es
un caserío del término de Puebla de Cazalla, conocido por la Casilla de Haro.
Allí se ven muchas veces. "El Pernales" no desaprovecha ocasión de pasar una
noche entera entre los brazos apasionados de su Conchilla, que cada día siente
por él mayor cariño.
En tanto disfrutan siempre que les es
posible de su amor, las fuerzas represivas, acuciadas por los periódicos y la
opinión, le persiguen sin resultado. Los delitos que sin cesar comete van
señalando su paso; pero él por ninguna parte aparece. Y, como en otras ocasiones
ha sucedido, suelen tenerle cerquísima cuando con más interés le buscan. Esto es
lo que ocurre un día del mes de octubre de 1.906, en Morón.
"El Pernales" ama más que nada a Conchilla y a su
caballo "Relámpago". Y desde hace tiempo también es objeto de su predilección un
magnífico reloj de oro de buena ley, no se sabe si comprado o robado, al que
suele contemplar con arrobo mientras lo acaricia en su mano. Para él, de tan
pobre condición, acostumbrado a pasar hambre, aquella joya, digna de un marqués,
significa nada menos que haber conseguido, como sea, lo que nunca pudo ni soñar:
riqueza y poder. Por eso lo tiene en tanta estima. Un día advierte que se le ha
roto la cuerda, y aquel hombre, curtido en la adversidad y en el riesgo
constante, toma esto como una verdadera desgracia. Ansioso de volver a sentir su
entrañable latido, marcha a Morón y entra en una relojería. Pide al relojero que
se lo tase, y éste lo hace en tres mil pesetas. Examina luego la avería y le da
dos días de plazo para arreglarla "El Pernales" lo abrevia.
-¿Está bien pagao pa haserlo ahora
mesmo?-
dice, dejando sobre el mostrador un billete de cien pesetas.
El relojero asiente y se pone a trabajar.
Mientras el bandido espera se abre la puerta de la tienda y entra un guardia
civil. Viene con prisa para recoger un reloj que tiene a reparar. Dánselo, paga
y antes de marchar explica al relojero:
-Es que esta misma tarde tengo que
salir en persecución de "el Pernales".
Este, que no ha mostrado ante su
inesperada presencia inquietud alguna, lo ve salir sonriente. Minutos después lo
hace él también con su reloj funcionando. Lo que ignoramos es si el relojero
supo entonces quien era el dueño de la valiosa alhaja.
Como ya es costumbre en ellos, "el
Pernales" y sus hombres suelen descansar, y a veces comer o cenar, en cualquier
cortijo que les coja al paso. Ya se ha dicho que en todos son bien recibidos.
Por lo general, les sirven en abundancia y diligencia para que cuanto antes se
marchen; pero ellos prolongan a veces, charlando, su visita. En ningún momento
ocultan su personalidad. Más bien alardean de ello, porque ante quienes no les
conocen, pronunciados que son sus nombres, todo son complacencias y
amabilidades.
Un día del mes de marzo se presenta "el
Pernales" en la Coronela, la magnífica finca que el famoso matador de toros
Antonio Fuentes posee, la cual es tan extensa que ocupa los términos de tres
importantes poblaciones: Marchena, Osuna y Puebla de Cazalla. Sin apearse de su
caballo "Relámpago" aproximase a la puerta y grita desde ella:
-A la pa e Dio. Soy yo, "Pernale", pero
no asustarse. Sólo quío un poco de café.
Baldomero, el hermano del torero, que tiene orden del dueño
de atender y obsequiar a cuantos allí se acerquen, hace que saquen una mesa y
una silla. Seguidamente, una criada pone sobre ella un plato con lonchas de
jamón serrano, pan y una botella de buen vino. Con palabras amables, Baldomero
invita al bandido. "El Pernales" se apea, echa las riendas sobre el cuello de su
caballo y lo deja libre, bien seguro de que cuando lo necesite acudirá
prontamente a su silbido. Se dispone a sentarse cuando, de pronto, salta a su
mente aquel mortal convite de "el Macareno". El temor de ser de nuevo envenenado
detiene su apetito. Imperioso, ordena a "Carriles", el picador de Fuentes, que
está presente
-¡Eh, tú! Siéntate aquí conmigo y come.
Te lo manda "Pernale".
El otro obedece, y sólo cuando aquél
observa la satisfacción con que el improvisado convidado como y bebe, lo hace él
tranquilo. Ofrece cigarros y, tras prenderles fuego, pasan un rato de charla
fumando. Con la punta en los labios, "el Pernales" se dispone a partir. Va a
picar espuelas cuando ve que se acercan dos hombres a pie. Sale a su encuentro.
Al ver que uno de ellos es el barbero de Puebla de Cazalla, le dice:
-Maestro, suba usté a mi cabayo y vamo a
su casa, que quío que ma afeite-. El fígaro, que lo ha reconocido, comienza a
temblar del susto. "El Pernales" rectifica tranquilizándole: -Güeno, lo ejaré pa
otro día, ,que tengo prisa-. Y antes de marchar le anuncia: -Cuarquier día de
estos pasaré por su barbería.
Clava las espuelas a "Relámpago" y se
aleja velozmente hasta ganar una altura. Desde allí mira a todos los lados con
su anteojo de larga vista y continúa su camino, perdiéndose entre los
alcornocales.
Desde aquel día menudea sus visitas a La Coronea. Alguna vez coincide en la finca con Antonio Fuentes. A éste le gusta
escuchar los relatos del bandido, mientras tienen un buen cigarro habano entre
los dedos o un vaso de vino fino al alcance de la mano.
También se acerca en más de una ocasión a
la hacienda La Rana, cerca de la carretera de Morón a La Puebla, propiedad de
los condes de Miraflores de los Ángeles. La primera vez que lo hace siembra el
terror entre los habitantes de la casa. En todos menos en un niño de pocos años,
que corre presuroso para verle de cerca atraído por su fama. Se trata del
sobrino de los dueños. Hoy es el ilustre escritor Manuel Halcón. En su
interesante libro "Recuerdos de Fernando Villalón" cuenta así la aparición del
bandido, que nosotros nos permitimos resumir:
"En la hacienda de la Rana pasaban mis
tíos una temporada todos los años, durante la recolección y molienda de la
aceituna, y yo estaba allí cuando llegó "el Pernales". Martín, el capataz, entró sin color y
sostén en los huesos, temblando y balbuciendo:
-¡Señora condesa, ahí está "el Pernales"!
Ya estaban las doncellas implorando de
rodillas ante el oratorio y los demás criados sin gota de sangre. Nunca he
presenciado una manifestación tan franca de miedo. A mí me dominaba la
curiosidad por conocer al célebre caballo de "el Pernales" y, aprovechando el
terror reinante, me pude deslizar al patio y ganar la puerta de la gañanía. Los
gañanes y los ganaderos estaban todos de pie, entorno a la chimenea de campana,
algo más separados que otras veces, con sus marselleses sobre los hombros y el
gesto contraído. Me encontré en medio del corro y miré a todos buscando la
figura imponente del célebre bandido. Todos parecían iguales y vestían del mismo
modo. Esto me envalentonó y pregunté en voz alta:
-¿Dónde está "el Pernales"?
Nadie contestó, pero las miradas convergieron hacia un hombre
que algo más separado que los demás, sentado en un banquillo de madera, acercaba
sus borceguíes mojados a la candela. Era una figura enteca, rubio, vestido de
corto, pero sin ninguna clase de aliño, sin majeza y sin rasgo peculiar que
prestase carácter a su figura. Podría pasarse diez veces por su lado sin
reconocerle, y mil veces estar junto a él en una bulla sin notarlo. Me miro,
extrañado de mi infantil gallardía, y preguntó
-¿De quién es el zagalillo?
-Es el sobrino del amo- contestaron a
coro los gañanes, con esa unidad que presta el miedo colectivo a la voz y al
ademán.
"Pernales" me atrajo hacia sí y me sentó
en sus rodillas; sacó luego la petaca y ofreció tabaco a la ronda.
Pregunté a boca de jarro:
-Pero ¿y tu caballo? ¿Dónde está tu
caballo?
"Pernales" contestó sonriendo:
-Ahora te lo enseñaré, cuando encienda el
cigarro.
Cogiéndome de la mano me llevó hacia la
cuadra. Por ninguna parte veía al caballo soñado.
Allá, al fondo, separado por una lanza,
un rucio arrinconado, con la montura puesta, descubierto de ancas, sucio de
barro, con el pelo hirsuto, descansando sobre los corvejones, con la cabeza
dentro del pesebre. Reconocía en él al único animal extraño de la cuadra. Pero
¿podía ser aquél el célebre caballo de "Pernales"? Era.
Acercose a él hablándole. Luego me
cogió en volandas y me subió a la montura. Pregunté:
-¿Por qué está tan flaco?
-Porque muchos días no come- contestó su
dueño.
-¿Y éste es tu caballo, el bueno?- añadí.
Este es el mejor caballo de la tierra-
contestó "Pernales", mirándole por todas partes y aflojándole un poco la cincha.
Después, con sus mismos pies, extendió un poco de paja por el suelo, haciéndole
la cama. Me tomó de nuevo en brazos y volvimos a la gañanía. Más tarde comprendí
que aquél deseo de "pernales" de no separarme de su cuerpo era una medida más de
precaución para evitar que alguien disparase sobre él por temor a herirme.
Pronto llegó Martín, con una botella de
vino y unas lonchas de jamón serrano. "Pernales", sin probarlo, dijo
-Llévele esto a mi compañero, que está en la parte afuera, y
que encierren a todos los perros, que no quiero oír ladrar.
Cuando volvió el capataz, "Pernales" le
hizo señas y se apartó con él a un ángulo del patio:
-Dile a la señora condesa que no tema
nada de mí; sólo quiero que me preste tres mil reales, porque me encuentro en un
apuro y no tardaré un mes en devolvérselos. Ahora éstos los quiero enseguida,
pues me tengo que marchar.
Fue lo único que oí aquella noche."
Al día siguiente de esta visita informan
de ella al hijo de los condes. Es éste Fernando Villalón, el extraordinario
poeta del campo andaluz y ganadero de reses bravas. Suponiendo que el bandido
pueda estar "escondido en alguna choza o en alguna quiebra del terreno",
organiza con "cinco o seis hombres a caballo y otros tantos a pie" una batida
por los alrededores de la finca.
Manuel Halcón relata así lo sucedido:
"La gran preocupación de mi tía era que
Fernando coincidiese con el ladrón, pues tenía anunciada su llegada muy temprano
para correr liebres en el cortijo de la Higuera. Pero no fue así; "Pernales"
tuvo tiempo de alejarse tranquilamente sin volver la cara atrás, según la
escuela de los antiguos bandoleros.
Me desperté con el ruido de espuelas y la
bronca voz de Fernando, que llegaba a saludar a su madre apenas clareaba el día.
Ya conocía el lance de "Pernales" y se
proponía, antes de empezar la caza, dar una batida por la finca. Yo,
prometiéndome un espectáculo emocionante, trepé a los más altos riscos de
la herriza que a unos doscientos metros de la casa domina la llanura. Allí,
entre las piedras, me agazapé. Y veía los jinetes que cruzaban los llanos hacia
la carretera; subieron por la haza de Montoro y desaparecieron de mi vista.
Pero no tardó mucho en levantarse un
clamor lejano, como un huracán que se avecina, y al fin vi aparecer, en
dirección adonde yo estaba, un jinete velocísimo y después todo el ala de
batidores, con Fernando a la cabeza. Era "Pernales", perseguido.
El bandido ganaba terreno, separándose de
sus seguidores por momentos. Fernando, a su vez, también se separaba de los
suyos; pero los pies del caballo de "Pernales" tenían alas. Entonces comprendí
la leyenda de aquél animal tan flaco y tan feo que desprecié en la cuadra.
Sin embargo, Fernando tampoco quedaba muy
atrás. Hubo un momento en que, por conocer mejor el terreno de la finca, cortó
por una vereda y atravesó el arroyo sin dificultad, cosa que tuvo que hacer el
caballo de "Pernales" vedándolo. Esto hizo que ambos jinetes quedasen próximos;
pero aún le quedaba a "Pernales" su gran recurso. Llamó a su jaca hacia la
izquierda y la precipitó sobre los riscos de la Herriza, por los que trepó como
una cabra, subiendo fácilmente hasta donde yo estaba. Fernando quedó al pie del
cerro, viéndole subir, respetando el instinto de su caballo, que no se atrevía a
galopar sobre las rocas. Yo me oculté, y por primera vez sentí miedo de aquel
hombre, que tomaba para mí proporciones gigantescas.
Se puso la mano sobre los ojos para otear
el horizonte por donde el sol comenzaba a levantarse y divisó, en efecto, que
dos parejas de la Guardia Civil avanzaban por el camino de herradura. Todo era
allí cuestión de momentos y de nervios. Pronto los civiles dejaron sus caballos
y se echaron a tierra montando sus fusiles. Entonces "Pernales" volvió su
caballo sobre las piernas, descendió del cerro en dirección opuesta adonde
estaba Fernando y penetró velozmente en el olivar. Los civiles le hicieron dos
descargas sin alcanzarle. "Pernales" había desaparecido entre los árboles.
La Guardia Civil, unida al grupo de los
paisanos, se abrió en ala y comenzó una batida minuciosa. Pero el bandido no
perdía su tiempo. Había atravesado el olivar a galope tendido y salía, sin ser
visto, a los llanos de la dehesilla, donde pastaban apaciblemente las yeguas en
piara. Se acercó al yegüerizo y, al tiempo que echaba pie a tierra, le dijo con
una voz seca y concluyente:
-Tú no has visto nada, ¿comprendes?
Le quitó la montura y el freno a su
caballo y ocultó estas cosas en el hato. Después lo acercó a las yeguas,
llevándolo cogido por la crin, y quedó confundido en la piara.
El yegüerizo, como una estatua de sal,
quedó un momento apoyado en su chivata, aturdido por el acontecimiento. Poco a
poco fue reaccionando, hasta escuchar el ladrido de los perros y sentir los
cascos y los relinchos de los caballos que se aproximaban. Entonces tuvo un
momento muy de acuerdo con la psicología de los hombres del campo. Avanzó
pausadamente hacia la piara, se acercó a una mansa yegua de orondo vientre y
pelo lustroso, le quitó la esquila que llevaba al cuello pendiente de un collar
de cuero, en el que figuraba el hierro de la casa labrado en tachuelas de
cobre remachado; se acercó luego cautelosamente al caballo de "Pernales" y le
puso la esquila.
Después volvió al hato, sin mirar el
lugar de donde partía una mirada de gratitud, satisfecho de sus movimientos.
Al pasar los guardias le preguntaron:-¿No vio a un hombre a caballo?
-Yo no he visto nada- contestó el
ganadero. Pero en la retina de Fernando había quedado pendiente una imagen
extraña. Había observado, en el breve tiempo que estuvo junto a las yeguas, a un
caballo cuyos lomos mostraban la señal sudosa de la montura recién quitada.
No hizo ningún comentario; se despidió de
los civiles, envió al caserío a los criados y a los perros y se dirigió a la
piara".
El encuentro que Fernando Villalón tiene
después con "el Pernales" ofrece también muchos motivos de interés. Helo aquí,
descrito sobre un relato de su primo por la pluma galana de Manuel Halcón. Damos
íntegro el texto:
"El yegüerizo le salió al encuentro:
-Dios le guarde don Fernando.
-Por siempre.
Le dio la petaca, le preguntó por el
ganado, clavó sus ojos durante algún tiempo en el caballo sudoroso de la
cencerra y, al tiempo que encendía un cigarro, espetó el ganadero:
-Dile a ese hombre, al dueño de ese
caballo, que esta noche, a las doce, estaré en lo alto del cerro de Montoro. Que
le espero. Que no tema, que es para su bien.
No sería aún la media noche cuando
"Pernales" acercó su caballo a una sombra que emergía de los surcos.
-Dios guarde a usted, don Fernando.
-Y a ti te condene por bestia. ¿Cómo te
has atrevido a venir hasta aquí para robar a mi madre?
"Pernales" tardó algo en contestar.
-¿Y cómo se atreve usted a llamarme para
esto? ¿Pretende usted a llamarme para esto? ¿Pretende usted infundirme miedo o
disimular el que yo le inspiro?
También Fernando se tomó unos segundos
para proseguir:
-¡Animal! He querido advertirte de que tu
cabeza, hace tiempo pregonada, corre peligro inminente. Hay un tercio de la
Guardia Civil movilizado únicamente en tu busca. Tiene orden de entregarte vivo
o muerto. Ahora mismo, en la gañanía, hay una pareja, y debajo de cada olivo de
la Rana hay un civil. Huye de aquí y métete en la Marisma. Acércate a la Ciñuela,
donde yo tengo los toros bravos. Te haré vaquero. Te haré un hombre decente.
Tendrás mujer, hijos, casa y un caballo. ¡Mejor que ése! Tendrás la paz.
-Don Fernando, yo se lo agradezco; pero
de sobra sé que estoy perdido. Si he de hacer algo para salvarme tendrá que ser
trasponiendo la Sierra Morena y metiéndome en Castilla. Por acá se me ha vuelto
el santo de espaldas, y, como siempre, la culpa la tiene una mujer. Por una
mujer me eché al campo, pedí dinero para comer y maté para que no me matasen.
Ahora, por una mujer, tendré que dejar lo que más quiero: mi caballo y mi
tierra.
-¿A qué nuevas aventuras te has
metido?-interrumpió Fernando.
-¿Usted no sabe que desde hace unos días
la Guardia Civil se acerca a los hombres del campo que tienen conmigo algún
parecido y les obliga a desnudarse para examinarles el cuerpo? Ella, la mala
pécora, con quien tuve un disgusto y a quien no volveré a ver, ha ido con el
soplo. Como únicamente se me puede reconocer es por una cicatriz que tengo en el
cuadril. Un balazo que ella misma me curó hace tiempo. De Despeñaperros para
abajo no hay guarida segura para mí. Pero yo se lo agradezco a usted, don
Fernando, y acaso sea la suya la última mano que estreche la mía.
"Pernales" sacó después de los pliegues de la faja un
puñal enfundado en cuero, con alegrías de metal y una fecha: 1.867.
-Le dejo a usted esto en recuerdo. Le juro que con él no
hice sangre a nadie.
Fernando lo tomó. "Pernales" abrigó con su pierna derecha
los ijares de su jaca, que echó a andar. A pocos pasos el bandido detuvo para
añadir:
-Algo le agradezco más que a nada, don Fernando. Que no
me haya dicho usted, como todo el mundo, que me entregue a la justicia.
El poeta lo vio ir, y en la oscuridad los dedos se le
antojaban romances.
¿A dónde vas con tu jaca
y una herradura de menos,
si en la barranca del río
están los carabineros?
-Con los zapatos puestos
tengo que morir;
si muriera
como los valientes
hablarían de mí.
Cuesta abajo, a pie hacia el caserío,
Fernando se lamentaba de no haber podido conseguir un ejemplar de bandolero a su
servicio. Esto le hubiera a él encantado para su colección de tipos raros.
Después de andar un rato, ya cerca del
caserío, se alzaron dos sombras.
-¡Alto a la Guardia Civil!
-Soy don Fernando.
Encendió lumbre para que lo reconociesen.
El sargento se adelantó y, poniéndose en su lugar de descanso, le dijo:
-Don Fernando, lo siento mucho; pero por
la hora que es y por la situación especial en que se encuentra la finca, dada la
presencia de "el Pernales", me veo obligado a hacer un atestado denunciando esta
extraña salida suya a medianoche y a pie.
Fernando guardó silencio. Sin dejar a la
imaginación que perdiese el tiempo, hizo unos gestos expresivos y, guiñándole un
ojo al guardia replicó:
-Pero hombre, ¿no has comprendido usted
aún que se trata de un asunto de faldas?
El guardia quedó perplejo unos momentos
y, al fin, con una leve sonrisa le tranquilizó:
-Bueno, don Fernando; más fácil es creer
en esto, conociéndole a usted, que no otra cosa. Fernando sacó la petaca y la tendió a la
pareja. Fumaron y se despidieron. A pocos pasos, a un centenar de metros de
allí, estaban las chozas de la cabreriza, bajo cuyo techo dormía apaciblemente
la mujer del cabrero, enlazada a su hombre, inocente y ajena a que sobre su
honestidad acababa de ceñirse una negra sospecha."
Sí; lo que "el Pernales" le dice a
Fernando Villalón es cierto. Ha empezado a considerar que va a ser una empresa
difícil la de querer salvar su vida. Aunque se sabe rodeado de un prestigio
inmenso y dueño de una autoridad amplísima, siéntese cercado. Y no sólo por los
civiles. Tal vez el amor de Conchilla, dando definitivamente el olvido a otras
mujeres, hace que alienten en él deseos de redención. Cada día pesan más sobre
ellos los mil riesgos de su agitada existencia. Y nada tiene de extraño que
empiece a hacérsele grata la idea de abandonarlo todo. No pueden seguir así,
viéndose ocultamente con prisa, burlando a los perseguidores. Es natural que
ansíen hacerlo con tranquilidad, puesta la esperanza en que algún día, en alguna
parte, podrán estar siempre juntos, con el hijo que esperan, sin verse
constantemente amenazados.
Tales suposiciones las confirman el hecho
de que el mes de febrero del nuevo año de 1.907, último de la existencia de "el
Pernales", Conchilla, con instrucciones de éste, marcha a Valencia. El se reúne
con ella más tarde. Ambos se hospedan en una casa de dos pisos, situada en la
plaza de San Sebastián, a extramuros de la ciudad. No se sabe los días que allí
permanecen. Sin duda, su propósito es huir a América en cualquier barco. Pero no
lo logran. Ella vuelve a la Casilla de Haro, donde vive, y él, con sus hombres,
a las tierras de Estepa.
Pero "el Pernales" siente el temor de que
cualquier día descubran los civiles donde Conchilla se encuentra y la alejen de
su lado, tomándola de señuelo para conseguir su captura. Y a poco del regreso de
Valencia, en una de sus visitas, se la lleva a otro lugar. Extremando las
precauciones mucho más que cuando va sólo, la traslada al caserío de la Piña,
del término de Cabra.
Mientras tanto, la prensa continúa su
activa campaña pidiendo que sean puestos en juego nuevos medios para extirpar el
bandolerismo. En la sesión del Congreso de los Diputados del día 10 de noviembre
se ha promovido con tal motivo un agitado debate. pese a los largos discursos, a
las abiertas acusaciones y a las censuras que llueven sobre las autoridades,
algo oculto y desconocido parece impedir que se haga lo necesario. Se dan nuevas
instrucciones a los gobernadores de las provincias andaluzas y se envían al
distrito de España unas cuantas parejas más de la Guardia Civil. La labor que
ésta desarrolla es buena, pero siempre obstaculizada por los consabidos
cómplices y encubridores, que borran y equivocan las pistas. A veces, los
guardias logran tenerlos cerca, pero cuando creen fácil poder apresarlos, se les
van de entre las manos.
En alguna ocasión, esta serie constante
de acosos y huidas da origen a curiosos y pintorescos lances. De uno de ellos es
protagonista un infeliz gañán, llamado Juan Rodríguez Baena, que cuando quiere
darse cuenta se ve en la cárcel, llevado por su simplicidad y bobería.
Una mañana en la que se encuentra
labrando con otro compañero en el término de Vallarca se les presenta, hacia el
mediodía, un hombre recio, de mediana edad, que sin más les dice:
-Soy "er Reverte", de la partía de
"Pernale". Acabamos de tené un tiroteo con los seviles y nos hemos
esparramao.
¿Tenéis argo de comé?
Le ofrecen lo que tienen: pan, tocino y
vino. Sacia el hombre a medias su apetito, y como en aquellos días el veranillo
de San Martín el sol pica más de lo debido, se despoja de la chaqueta y del
chaleco y se echa a dormir.
Al poco rato los gañanes interrumpen su
siesta. le avisan que han visto a lo lejos las siluetas de unos tricornios. Se
levanta presuroso "el Reverte" y, sin cuidarse de recoger sus prendas, echa a
correr en sentido opuesto. Los guardias no lo advierten. Llegan momentos después
junto a los labradores y éstos les saludan sin comunicarles lo ocurrido. Cuando
se alejan registran la chaqueta y el chaleco del bandido. En un bolsillo
encuentran una cartera con un billete de cien pesetas y tres de cincuenta, un
reloj de oro con su cadena y una moneda del mismo metal como dije.
Es Juan Rodríguez quien guarda aquel para
ellos inesperado y cuantioso tesoro. Y como ambos son solteros, acuerdan
suspender el trabajo y acercarse a Córdoba para disfrutar comiendo y
bebiendo por lo fino. Mientras el compañero marcha a avisar al aperador del
cortijo, Juan Rodríguez, sin esperar su regreso, emprende el camino. Al llegar a
la capital siente el deseo de comprarse un buen traje. Pregunta a una mujer
dónde podrá adquirirlo, y quiere su mala suerte que ésta sea la de un guardia
civil. Al ver su rústica facha le pregunta si tiene dinero bastante, y el buen
Juan Rodríguez asiente. Muéstraselo y, cándidamente le cuenta cómo ha llegado a
su mano. Hace la mujer que la espere y en un instante da aviso a su marido. El
guardia acude inmediatamente. Y cuando cree habérselas con el mismísimo
"Pernales", cuya captura da por cierta, se encuentra con el gañán, que le sonríe
bobalicón. Sus explicaciones no le satisfacen y lo entrega al juzgado, quien le
procesa por robo. El hombre se lamenta amargamente en la cárcel de haber
sabido tarde que no siempre es cierto el conocido refrán de que "quien roba un
ladrón.....".
Corre el mes de marzo de 1.907. En tanto
llegan al ministro de la Gobernación, don Juan de la Cierva, las más violentas
censuras por su pasividad para acabar con el cada día más agudo problema del
bandolerismo, "el Pernales" continúa sus fechorías. Pero esta vez huyendo de las
numerosas fuerzas de la Guardia Civil concentradas en la zona de Estepa, se
interna en la provincia de Málaga. Como es frecuente en él, pide dinero a quien
se encuentra y que por su aspecto le parece persona acomodada.
Una mañana del indicado mes, el rico
propietario de Campillos don Salvador Hinojosa recorre a caballo las tierras de
su cortijo de los jarales. Al llegar a un recodo del camino, en los límites del
término de La Roda, se encuentra con un jinete. Es "el Pernales". Monta su
caballo "Relámpago" y de silla le cuelga la carabina. No duda don Salvador que
tiene frente a él al famoso bandido. Teme lo peor. Lanza inquieto una rápida
mirada a ambos lados y ve, medio ocultos entre los matojos, a unos hombres.
Acierta al pensar que son el resto de la partida. "El Pernales" se adelanta y,
sin bravatas, pídele que le socorra con alguna cantidad.
A ello responde el otro que lo haría de
buen grado, pero que no lleva dinero encima. No insiste "el Pernales". Hace una
seña a los que se esconden y éstos salen. Son tres. Juntos se alejan en
dirección a la aldea de Corcolla, aneja a Badolatosa.
A don Salvador le falta tiempo para
comunicar lo ocurrido al primer teniente de la Guardia Civil, don Alfonso García
Rojas, jefe de la línea de La Alameda. Este, al tener conocimiento de que el
bandido merodea por la demarcación de su mando, sale con toda la fuerza
disponible en su persecución. A las pocas horas saben que la partida ha
vadeado el río Genil por las proximidades de Palenciana, internándose a toda
prisa en los montes de San Miguel, en dirección a Lucena. No consiguen darles
alcance.
Este amable trato lo emplea también "el
Pernales" el día 2 de mayo cerca de Puente Genil. El vecino de esta ciudad don
Eligio Gómez sale por la tarde a dar un paseo en un carruaje de su propiedad
arrastrado por un tronco de hermosos caballos. Le acompañan su cuñada, que es
una niña de ocho o diez años, y un amigo. Cuando ya se encuentran a algunos
kilómetros del pueblo ven cabalgar hacia el coche a un individuo. Se acerca,
hace una seña al cochero para que refrene a los animales y queda junto al
vehículo, sin desmontar. Al preguntarle don Eligio qué es lo que desea, el
desconocido aproxima el rostro, y con gran aplomo deja caer, sonriente:
-Esperar ostés una miaja. Estáis hablando
con "Pernale".
Los dos hombres hacen un gesto mezcla de
asombro y susto. La niña rompe a llorar. El bandido toma una de sus manecitas y,
palmeándosela le dice que no tenga temor alguno.
-Disculpen por
haberlos parao. Creí que era el coche de don Juan Arega, a quien tengo
ganas de ver.
Como la gran pasión del bandido son los
caballos, fija la atención en los que tiran del vehículo. Contempla embelesado
su estampa y les acaricia la cabeza.
-Güenos -dictamina-, lo que se dise
güenos.
El dueño, temeroso de que el desagradable
encuentro pueda terminar malamente, se los ofrece. "El Pernales" rehúsa
-Tengo bastante con el mío. Me hase el
avío como ninguno.
Con un movimiento de su mano ordena que
arranque el coche. Mientras éste continúa su camino, él, al paso lento de
"Relámpago", se interna en una finca llamada de la Tapia.
Y aquí viene algo curioso. A pocos se
encuentra con uno de los guardas. Párase, le saluda y el otro le corresponde
amable. No le conoce. Le supone un hombre del campo. Pero "el Pernales" sí. Sabe
que se llama Manuel Arroyo y que es sargento retirado de la Guardia Civil.
Ofrécele el bandido un pitillo, y
mientras lo consumen sentados en un ribazo hablan de cosas sin importancia.
Antes de despedirse, Francisco Ríos le dice:
-No deje osté de avisar a sus antiguos
compañeros. Dígales que "Pernales" anda por aquí, por si quien salí a
perseguirle.
Como se ve, el bandido ha perdido parte
de su antigua violencia. Ya rara vez la emplea. Sólo se le sube la sangre a la
cabeza ante un delator o ante quien, imprudente y jactancioso, desconociendo sus
malos instintos, es tan osado como para mirarle cara a cara.
El domingo 12 de mayo de 1.907, cuando
muchas parejas de civiles le buscan sin descanso, se presenta con "el Niño de la
Gloria" en el cortijo Casolilla, situado en el término de El Coronil, propiedad
del vecino de este pueblo don Rafael Candao Vélez. Son las cuatro de la tarde.
Cuando preguntan por el dueño, llega a caballo el hijo de éste, llamado
Francisco. Habla con él Francisco Ríos y le obliga a que escriba a su padre una
carta pidiéndole mil quinientas pesetas, la cual se apresura a llevar a caballo
uno de los criados. Mientras esperan, y por entretenerse algo, "el Pernales"
propone al joven tirar al blanco con sus respectivas pistolas. Durante un rato
alternan en los disparos con la mayor tranquilidad. Así llegan a consumir todos
los cartuchos.
Cuando el criado llega trae sólo cinco
billetes de cien pesetas, única cantidad de que en aquel momento disponía el
dueño. Con tal motivo surge una disputa entre "el Pernales" y Francisco Candao.
El mozo, bravucón y retador, se permite dirigir unas frases molestas al bandido.
Oírlas éste y tirarse fiero sobre él es todo uno. Un ciclón de puñetazos lo
derriba a tierra. Y allí, maltrecho y ensangrentado, sin haber tenido tiempo de
defenderse, es pisoteado con saña. "El Niño de la Gloria" mira impasible la
escena. Los demás lo hacen llenos de miedo, sin atreverse a intervenir. No se
conforma "el Pernales" con la dura paliza. Tras mirar despectivo a su rival,
le suelta un escupitajo. Alza después su pierna derecha, coloca el talón del
borceguí junto a la cara del vencido y le raja la mejilla con la rodaja
estrellada de la espuela. Así le quedará un recuerdo para toda la vida.
Días después, huyendo de los civiles,
llega a un cortijo del mismo término del Coronil. Le acompaña también "el Niño
de la Gloria". Piden hablar con el aperador, preséntase éste, y a su pregunta de
que en qué puede servirles, "el Pernales" responde:
-Poca cosa: agua pa lavarnos, pienso pa
los cabayos y comía pa nosotros-.
Como sorprenda en quien le escucha un gesto de
desconfianza, añade: -Lo que varga se paga y en pa.
-¿Y quién sois ostés? -quiere saber el
aperador.-Porque los favore se hasen a los conosíos.
-Güeno está. Too esto te lo píe "Pernale"
El hombre se sobrecoge. Medroso, va a
internarse en la casa y el bandido le detiene.
-Tú no te meneas de mi lao.
Mientras preparan la comida, los tres
toman asiento a la puerta. Colocan otra silla frente a ellos, a modo de mesa, y
una desenvuelta moza les sirve vino, jamón y aceitunas. Ha corrido por el
cortijo la voz de que está allí "el Pernales" y dentro se nota un rebullir de
gente. Caras tostadas por el sol intentan saciar su curiosidad asomando por el
resquicio de la puerta y las ventanas. Francisco Ríos, que lo advierte, amenaza
con dejar patas arriba al primero que coja. Todos huyen muertos de miedo.
Vuelve la moza con una fuente de carne asada. Antes de probarla. "el Pernales",
siempre receloso desde la traición de "el Macareno", corta un trozo con su
navaja y se lo arroja a un perro que, atento, espera participar en la comida.
Engúllelo el can. El bandido le observa unos momentos. A poco, el animal empieza
a lanzar lastimeros aullidos, mientras se arrastra por el suelo sacudido por
fuertes convulsiones. Abandona "el Pernales" la improvisada mesa y monta a
caballo. "El Niño de la Gloria" hace lo propio. Toma aquél su carabina y
encañona al aperador.
-¿Canalla! -le grita. -¿Qué te hecho yo
pa que quias envenenarme?
Seguidamente dispara contra él. El hombre
lanza un grito y cae de bruces, gravemente herido. Los dos jinetes salen al
galope y se pierden en los olivares.
Para desquitarse, quizá, del mal trago
pasado, a la tarde del día siguiente se detienen en el cortijo del Pollo, del
término de Morón, propiedad del señor Lavandero. Saca "el Niño de la Gloria" de
las alforjas unas botellas de buen vino de Jerez y convidan a todos a beber. Anímase la reunión. Alguien aparece con una guitarra y canta unas coplas.
"El
Pernales" hace que la dueña traiga a las criadas de la casa y los dos bandidos
bailan con ellas. Al anochecer, Francisco Ríos, ya borracho, en un rasgo de
pueril vanidad, enseña a las mujeres la importante suma que acaban de
robar y también un papel donde lleva apuntados los nombres de los labradores
adinerados a quienes piensan saquear.
Por aquellos días del mes de mayo de
1.907, la movilidad de la partida de "el Pernales" es extraordinaria. Con ello
tratan de eludir la incesante persecución de que son objeto. Tan rápidamente
maniobran que cambian de provincia cada dos o tres días. y a veces, en uno solo
aparecen en dos distintas. Esta vez la cuadrilla cabalga completa. Van con "el
Pernales" "el Niño de la Gloria", "el Reverte", "el Canuto" y un nuevo elemento,
llamado Pedro Ceballos, a quien apodan "el Pepino". Pronto contará con otro
miembro más.
Durante el asalto que efectúan juntos a
una finca del término de Arahal, cerca de Sevilla, uno de los gañanes que en
ella trabaja se ofrece a ir con ellos. "El Pernales" le observa
atentamente. Es un mozo aproximadamente de su misma edad, de mediana
estatura, más bien delgado. Se llama Antonio Jiménez, pero todos le dicen
"el Niño de Arahal". También se le conoce por "el Pardo" o
"el Pardillo". Ni él ni su familia tienen antecedente criminal
alguno. Es sólo el entusiasmo y la admiración que las proezas de los bandidos
le causan lo que le lleva a unirse a "el Pernales". Este le acepta, y
desde el primer momento siente por él un gran aprecio. Nadie llega a
servirle con más diligencia y lealtad. Y juntos encontrarán la muerte tres
meses más tarde.
La partida, compuesta ahora por seis
buenos mozos, de tan grandes arrestos como escasos escrúpulos, menudea los
robos y las peticiones de dinero. En más de una ocasión la Guardia Civil les
va a los alcances. Siempre salen bien librados por su facilidad para
disgregarse, la velocidad de los caballos y el arrojo de "el Reverte",
que les cubre la retirada.
Pero su buena suerte se quiebra el día 31
de mayo de 1.907. A las siete de la tarde detienen, entre los pueblos de Alcolea
y Villafranca, en la provincia de Córdoba, al coche del diputado provincial don
Juan de Dios Porras, con ánimo de robarle. Al convencerse de que no lleva
dinero, le dejan libre. Pero antes "el Pernales" le recomienda que
otra vez no salga sin algo para ellos. Tan pronto llega el diputado a su destino
pone el hecho en conocimiento del teniente coronel de la Guardia Civil,
señor Pizá. Este envía inmediatamente fuerzas en persecución de la partida.
la avistan, ya de noche, en el camino de Villafranca, cortado por el
Guadalquivir, en el lugar llamado Navas del Moro. los bandidos, sorprendidos al
escuchar la voz de alto, se disponen a huir.
Los guardias gritan de nuevo que se entreguen y, al no ser
obedecidos, hacen fuego sobre ellos. Los otros responden también con las armas.
Durante unos minutos se cruzan numerosos disparos. En la refriega cae herido uno
de los bandidos. Es Antonio López Martín, conocido por "el Niño de la
Gloria". Otro es apresado. Se trata de Antonio Sánchez, "el
Reverte", protector arrojado de la cuadrilla. Esta vez su valentía le ha
costado la libertad. Los demás consiguen huir entre las sombras.
Cuando los guardias se aproximan a
"el Niño de la Gloria", éste se encuentra agonizante. Aún le queda
aliento para decir que "el Pernales" también va herido. Momentos
después muere. La Guardia Civil se incauta de cuatro caballos, unas alhajas,
una carabina, una escopeta de dos cañones y veinticinco cartuchos. "El
Reverte" es trasladado a Córdoba, en cuya cárcel ingresa. Le siguen
los pasos, como tantas otras veces, "el Niño de la Gloria"; pero
ahora lo hace muerto. Su cadáver es conducido al cementerio cordobés. Allí
queda, en el depósito, a disposición del juzgado.
La noticia de la muerte del bandido corre
al día siguiente por toda la ciudad. Y no faltan curiosos que acuden a ver los
despojos del malhechor, después de haber apurado unas copas y antes de ir a los
toros. Porque aquella tarde hay corrida de rumbo. Antonio Fuentes y "Machaquito"
se las van a entender con seis toros, tres para cada uno.
Lo que no puede nadie llegar a suponerse
es que, mezclado entre la multitud de aficionados, está "el
Pernales". Viste pantalón ligero y guayabera blanca. Bajo las alas del
sombrero ancho brilla la luz, en apariencia candorosa, de sus ojos azules. Cojea
ligeramente, lo que demuestra que su herida no fue grave. Entra en la plaza y
ocupa una buena localidad de tendido de sombra. Durante hora y media, olvidado
de todo, sigue atento las incidencias de la lidia. Llevado por la pasión
taurina, aplaude, insulta y grita a los toreros. Nadie, como es natural, repara
en él.
Terminado el festejo y dispuesto a llevar
hasta los más sorprendentes límites su osadía, no se le ocurre otra cosa que
ir a dar el último adiós a su compañero, "el Niño de la Gloria".
Pregunta por el cementerio y le encaminan hacia él. En la primera bocacalle un
hombre le detiene para pedirle candela. Dásela "el Pernales" y,
mientras el otro la toma, examina su aspecto. Es un tipo vulgar, con aire inconfundible de campesino. Cambian unas
palabras, y éstas le bastan para saber, porque el desconocido se lo explica
prontamente, que le llaman "el Mellizo" y que va al cementerio para
ver al bandido muerto. "El Pernales" le manifiesta que él tiene igual
propósito y deciden ir juntos. Antes de continuar el camino hacen un alto en
una taberna, donde toman unas copas de anís. Mientras saborean a cortos sorbos
el de Rute, hablan de toros y de cuanto se dice por allí sobre las correrías
de "el Pernales" y su cuadrilla. Momentos después reanudan la
marcha. Llegan al cementerio. Al aproximarse al depósito el rostro del bandido
se alarga y endurece . Cruzan la puerta. Allí está, en el centro, tendido
sobre "la piedra", derrotada definitivamente su majeza, "el
Niño de la Gloria". Francisco Ríos le contempla inmóvil unos momentos,
perdido en negras cavilaciones. Luego, en voz baja, como para sí, deja caer su
lamento.
-¡Pobre "Niño"!Y sale despacio. Su acompañante le sigue.
Durante un rato andan en silencio. Al llegar a la taberna de antes páranse de
nuevo y entran. A ambos debe habérseles quedado la boca seca porque piden
una gaseosa. A largos tragos la consumen. Después, el bandido paga. Antes de
salir pone en la mano de "el Mellizo" un billete de cinco duros.
-Toma -le dice, -pa que tengas un recuerdo
de "Pernale". Y agradesío por la compaña.
Antes de que el hombre pueda salir del
asombro que estas palabras le producen, el bandido desaparece.
Animados por la captura de "el
Reverte" y la muerte de "el Niño de la Gloria", las autoridades
disponen nuevas fuerzas para dar una gran batida, que suponen será la
definitiva. De distintos puntos de España llegan numerosas fuerzas de la
Guardia Civil. Algunos dicen que pasan de quinientos números. Unidos a los ya
existentes dan un contingente de dos mil hombres para perseguir a un solo
individuo. El ministro de la Gobernación, don Juan de la Cierva, no oculta su
optimismo. Manifiesta a la prensa que ha dado instrucciones para detener a
"el Pernales"; pero ésta no fía en sus palabras. Más bien las toma
a broma. El periodista Luis de tapia lo dice así en "España Nueva":
Si La Cierva al caco vil
contemplar quiere en prisiones
mande a la Guardia Civil,
a más de esas instrucciones,
un candil.
En verdad no es empresa fácil
apoderarse de "el Pernales". Sus marchas y contramarchas han hecho
perder la serenidad, no sólo a los gobernadores de Córdoba y Sevilla, sino al
mismísimo ministro de la Gobernación. Todos están desorientados. Le persiguen
en Sevilla y aparece en Córdoba. Puede, cuando se le antoje, correrse a la
provincia de Jaén, donde Sierra Morena le brinda seguro asilo, o acercarse a
Málaga, en cuya serranía de Ronda le será posible vivir libre del acoso. De
nada sirve concentrar en Córdoba fuerzas y más fuerzas para lanzarlas tras
él. Amparado por las gentes del campo andaluz, podrá burlarlas cuando desee.
Demostrará con ello, una vez más, la ineptitud de las autoridades; dejará en
situación desairada a la Guardia Civil y verá aumentar la simpatía del pueblo
hacia él. "El Pernales" conoce muy bien el terreno que pisa. Los
campesinos le ocultan y equivocan sus huellas.
Al calor de los robos de "el
Pernales", otros maleantes de poca monta también los menudean, echando por
delante su temido nombre para asustar a los desvalijados. Por aquellos días del
mes de junio de 1.907 son más de uno los falsos "Pernales" que hacen
acto de presencia aquí y allá. Vayan para probarlo dos casos. Una noche llegan
a la finca de Majaneque dos individuos, que dicen ser "el Niño de Arahal"
y "el Niño Bonito", de la cuadrilla de "el Pernales". El
Primero, que es quien lleva la voz cantante, exige con amenazas al propietario,
José Reus, vecino de Córdoba, sesenta duros, pero el hombre no los tiene.
-Sólo yevo en er borsiyo dies pesetas -
les dice. -Ahí van.
Entonces le pide que escriba a su mujer
para que entregue la cantidad solicitada a uno de los gañanes. Y con todo
sosiego los ladrones le acompañan hasta las mismas puertas de Córdoba.
Días después, los mismos individuos,
usando iguales nombres, se presentan de mañana en el cortijo de Doña Sol. El
falso compañero de "el Pernales" pide a su propietario, don Santos
Hernández, vecino de Córdoba, cuarenta duros. Pero la inesperada presencia de
una pareja de la Guardia Civil malogra su propósito. Es detenido con su
acompañante y entonces se ponen en claro que el supuesto "Niño de Arahal"
no es otro que un bracero de La Carlota llamado Francisco Durán Serrano. Por lo
que se ve le resultaba más cómodo usar de la fama del estepeño que
alcanzarla él por sus propios méritos.
Y no fueron éstos los únicos casos que
se dieron. Hubo bastantes. Lo mismo le sucedió a "el Vizcaya", a
"el Vivillo" y a otros bandidos. Pero a ninguno de ellos, que sepamos,
le ocurrió el hecho curioso de verse convertido en víctima de uno de sus
suplantadores. A "el Pernales", sí. Veamos como fue:
Por aquellos días un pobre hombre de Santaella, de cuyo nombre no ha quedado memoria, al verse agobiado por la
miseria, resuelve echarse al campo. Toma su escopeta y se aposta cerca del
camino, preparado para desvalijar al primer viajero que aparezca. No tiene
suerte. pasa en inútil espera la mayor parte del día sin que pueda poner en
práctica su propósito. Piensa ya en retirarse cuando, al anochecer,
escucha el trote de un caballo. Se oculta tras un olivo y espera con el arma
dispuesta. Al ver aparecer de frente al jinete, lo encañona. Esforzándose por
dar a su voz un tono de autoridad, le ordena que se detenga y eche pie a tierra.
-¿Quién lo manda? -pregunta el otro.
-"Pernales" -contesta.
El asaltado, que no ha obedecido en lo
descabalgar suelta una ruidosa carcajada.
-¿Hombre, esto sí que tie grasia!
-dice.- Pue me habrás robao la sédula, porque hasta la presente "Pernale"
lo he sío yo.
Al escuchar tan sorprendentes palabras, el
improvisado ladrón se queda helado. Deja caer el arma y, temblando de miedo, se
arroja a los pies de quien ya tenía por víctima. No duda ni un momento de
cuanto ha dicho. Busca enternecerle. Y entre hipos y lamentos le dice que ha
sido la necesidad lo que le ha hecho usar su nombre, porque ni él ni su familia
han probado bocado en todo el día.
-¡Güeno está! -le corta el bandido.
-Ahí ties sinco duros pa que comáis. Y ya puedes presumir en Santaeya disiendo
que has asartao a "Pernale".
Antes de que el otro tenga tiempo de
deshacerse en frases de agradecimiento, Francisco Ríos, pues él es en verdad,
pica a "Relámpago" y se aleja.
Hasta entonces "el Pernales" no
ha intentado salir casi nunca de los terrenos que le son conocidos. En ellos ha
encontrado siempre seguridad y amparo. Sigue, pues, tomando como centro Puente Genil, y alrededor de esta población gira invariablemente con un conocimiento y
un aplomo sorprendentes. Aparece frecuentemente por Casariche, La Roda, Estepa,
Osuna, Morón, Marchena, El Rubio, Marinaleda, y Herrera. Luego, desde esta
ciudad suele utilizar, para pasar el río Genil, el vado de la llamada Isla de
los Gitanos, hasta dar en Aguilar, Santaella y Lucena, desde las que,
finalmente, enlaza de nuevo con Casariche.
Sus robos menudean. El día 9 de junio de
1.907 entra con "el Niño de Arahal" en un cortijo del término de
Lucena. El dueño, don José Moscoso, al advertir su presencia, consigue ganar
el piso alto. Encerrado en una de las habitaciones comienza a dar voces de
alarma por una de las ventanas. "El Pernales", exasperado, dispara
sobre él, haciéndole enmudecer. Queda tendido en el suelo, gravemente herido.
Los bandidos le roban catorce mil pesetas y cuanto de valor hallan en la casa, y
huyen al galope de sus caballos.
Después de este robo y hasta un mes más
tarde se pierde un tanto la pista de "el Pernales". Noticias no
comprobadas dicen que, para tratar de escapar a la persecución, mata a su
caballo "Relámpago", oculta las armas, disgrega a sus hombres y
marcha disfrazado a Valencia. Allí se encuentra con Conchilla, que está
próxima a dar a luz. Parece ser que se alojan en la misma casa de la Plaza
de San Sebastián, que en el anterior viaje ocuparon. No hay duda de que
intentan escapar otra vez a América.
Pero sus propósitos se malogran de nuevo
porque probado está que durante los últimos días del mes de junio Francisco
Ríos, ahora sin más compañía que "el Niño de Arahal", continúa
en distintos puntos sus fechorías. Haciendo verosímil lo anteriormente dicho,
desde entonces monta casi siempre un macho castaño oscuro. En cuanto a
Conchilla, vuelve al caserío de la Piña en espera de su alumbramiento.
Hasta el momento presente ha lucido
resplandeciente la buena estrella de "el Pernales", pero pronto va
empalidecer. Cuando menos lo espera se ve en un apurado trance, que es como un
aviso, como una seria advertencia de lo que en corto plazo ha de sucederle; del
fin que para él y para "el Niño de Arahal" se anuncia ya
irremediable.
El día 2 de julio de 1.907 salen los dos
del cortijo de los Garrotales, donde el segundo se ha provisto de cabalgadura, y
toman el camino de Osuna. Caminan durante largas horas por veredas y atajos,
dando vueltas y rodeos para burlar la vigilancia de las fuerzas que por todas
partes vigilan. Ya de noche, siente la imperiosa necesidad de tomar algún
alimento y llaman a la puerta del cortijo conocido por Dueña Alta, situado en
el término de Marchena, propiedad del marqués de Casa Recaño. Bustos, el
aparador, acude a abrir.
-¡Dio le guarde! -saluda "el
Pernales". Y al fijarse que lleva una escopeta colgada del hombro, le
pregunta: -¿Osté también usa armas?
-No hay más remedio -contesta Bustos-. Naide sabe lo que pue susedé.
-¿Es que no nos conose osté?
El aperador, que ha advertido en seguida
quiénes son los visitantes, queda como perplejo y responde:
-La verdad, no caigo; pero me parese que
les he visto arguna ve.
Echa "el Pernales" desde la
montura su cuerpo hacia delante y, aproximándose a Bustos, le dice:
-Soy "Pernale". Y éste, "er
Niño de Arahal".
-¡Ah, ya! -exclama el otro, como si
acabara de hacerle una revelación.
-¿Quién hay en la casa?
-Er casero con su mujé, y yo con la mía
y con mi hija.
Abre el portón y da paso a los bandidos.
Estos echan pie a tierra. Después de dejar los caballos en
la cuadra entran en la cocina. Al tiempo que toman asiento manifiestan su deseo
de cenar. El casero habla de matar un pollo, pero "el Pernales" dice
que en eso se tardaría demasiado. Prefiere como más rápido, unos huevos
fritos, jamón, queso y vino. También le pide que eche pienso a los
animales. Mientras el casero lo prepara todo, los dos bandidos no dejan de fumar
y de hablar.
Dispuesta la cena, dan cuenta de ella con
apetito. una vez terminada, prenden de nuevo fuego a los cigarros, y después de
tomar un poco de avena en un talego para llevarla de repuesto, salen a la
corraliza. Es la una de la madrugada. El cielo está entoldado. Todo aparece
emborronado por las sombras. Entran en las cuadras y se disponen a preparar los
caballos. Entonces sienten que alguien llama por la puerta principal. Acude el
aperador. Abre y se encuentra con una de las parejas de la Guardia Civil
encargadas de vigilar aquella demarcación. Al preguntarle si hay alguna
novedad, contesta sin la menor vacilación:
-¿Y tanto! Ahí dentro están "Pernale"
y "er Niño Arahal" preparándose pa salí.
-¿Cuántas puertas tiene la casa?
-Tre. Esta, una mu baja, por la que no
cabe ni un burro, y otra mayó, que serré hase un rato. Da aquí, a la corralisa.
-¿Tiene usted la llave?
Asiente el hombre y se la entrega.
-Ahora cierre usted ésta.
Dispónese a obedecer, pero "el
Pernales", que inmediatamente se ha dado cuenta de la situación, le grita:
-No toque la puerta o tendrá que
sentí.
Los guardias se parapetan cerca de ella.
Uno junto a un montón de paja y el otro tras una pila de leña. Dan a los
bandidos la voz de alto, y como no les respondan, disparan hacia el interior sin
que la oscuridad les permita precisar la puntería. "El Pernales" y
"el Niño de Arahal", apoyados en el muro de entrada, les contestan
con fuego de carabina y revólver. Mientras éste último mantiene el tiroteo,
aquél, comprendiendo que deben escapar cuanto antes, se dirige a la puerta
cerrada. Primero con una navaja y después a tiros trata inútilmente de
forzarla.
Los guardias continúan disparando sin
cesar. El aperador ha conseguido llegar hasta sus habitaciones y en ella se
encierra con su mujer y su hija. El casero se refugia en la cuadra. Desde ella
escucha, asustado, la refriega.
Temiendo "el Pernales" que otras
parejas de civiles cercanas acudan, contribuyendo así a agravar su situación,
toma una resolución extrema. Rápidamente la pone en práctica. Se aproxima a
la cuadra y ordena al casero que saque un mulo que anteriormente ha visto en
ella. Así lo hace. Colócalo el bandido junto a la puerta principal y,
castigándolo con dureza, lo hace salir. Los guardias, al oír el furioso
pataleo, suponen que los sitiados tratan de huir y disparan repetidas veces
sobre el animal. A continuación escapan "el Pernales" y "el
Niño" al galope de sus caballos. Van tendidos a lo largo de los lomos para
ofrecer el menor blanco posible. El primero lleva en la mano derecha un
revólver con el que hace un par de disparos al pasar por entre los guardias.
Pronto desaparecen envueltos en las sombras.
Al darse cuenta la pareja de que han sido
burlados, piden en el cortijo que les sean facilitadas caballerías y salen tras
los bandidos. Durante largo rato les siguen a distancia, haciendo sobre
ellos varios disparos. Al fin, tienen que renunciar a la persecución. Las
condiciones del terreno y la oscuridad de la noche se lo impiden.
Cuando regresan al cortijo de Dueña Alta
encuentran al mulo que "el Pernales" echó por delante. Unos balazos
dieron con él en tierra. Los guardias suponen que el estepeño iba herido,
porque a los disparos que le hicieron a su salida el caballo hizo un extraño y
él se incorporó.
Aunque los guardias, en unión de otros
llegados más tarde, dan una batida por los alrededores, no pueden averiguar
cuál ha sido el camino tomado por los malhechores. Preguntan a las gentes del
campo y todos contestan que no les han visto.
Pero algunos hay que no se avienen a
guardar silencio. Entre ellos está un vecino de El Rubio, llamado Francisco
Prieto Gómez, a quien apodan "Charquito". Por aquellos días alguien
hace llegar a oídos de "el Pernales" que en más de unan ocasión el
mozo ha servido de guía a la Guardia Civil. Inmediatamente le busca para darle
su merecido. Uno de sus confidentes le informa. Se encuentra segando con su
padre, un primo hermano y trece hombres más en la finca denominada Ruis
Sánchez, situada en el término de Ecija. A ella se dirige de amanecida en
unión de "el Niño de Arahal". Son las cinco de la madrugada. El
campo aparece bañado por la suave luz del alba que se inicia. El galope de los
caballos despierta a los segadores, que se encuentran durmiendo en el tajo.
Incorpóranse sorprendidos y varios de ellos, a más de "Charquito",
reconocen a los bandidos. Visten éstos traje de pana y sombrero cordobés y
usan monturas de las llamadas de aparejo redondo, las cuales permiten llevar las
cosas necesarias para hacer vida en el campo.
Cuando están cerca del grupo, que les
mira inmóvil, con los rostros llenos de curiosidad y temor, "el
Pernales" pregunta:
-¿Quién de vosotros es
"Charquito"?
-Yo -responde el aludido, adelantándose.
-Pos más te valiera no serlo -dice
"el Pernales". -Echa palante-. Y con el caballo le separa de sus
compañeros unos cuantos pasos. -¿Ande está tu pare?
Recelando que algo malo va a pasarle, "Charquito" contesta
mintiendo:
-Se ha quedao en casa.
-Mejó pa él.
"El Niño de Arahal" echa pie a
tierra. Ata al mozo los brazos y, utilizando un ronzal, comienza a descargar
sobre él terribles zurriagazos. Suenan secos y duros. Mientras tanto, "el
Pernales", sin desmontar, encañona a los demás con su carabina.
-Ar que se mueva lo dejo seco
-anuncia.
El pobre muchacho se encoge y grita a cada
uno de los golpes. Transido de dolor, deja oír lastimeros quejidos. Su padre y
sus compañeros contemplan el castigo apretando los dientes y los puños,
dolidos de su impotencia. "El Niño de Arahal", con rabiosa ferocidad,
redobla su ímpetu. Brota la sangre en la cara, el pecho y la espalda de su
víctima. La floja camisa se enrojece. Y los golpes siguen cayendo medidos,
silbantes, demoledores. "Charquito" llora. Sus hirientes lamentos
rasgan el silencio de la mañana. Su padre, tembloroso, suplica al bandido que
deje de martirizarle. Los demás unen a él sus ruegos.
-Hay que darle lo suyo -responde "el
Pernales". -Eso os enseñara a no venderme.
"Charquito" se debate
inútilmente contra aquella furiosa lluvia de golpes que le muele el cuerpo. Al
fin, maltrecho, sin fuerzas para tenerse en pie, cae al suelo. Y hasta allí le
llega también el ronzal, que manejado sin descanso por el poderoso brazo
de "el Niño de Arahal", describe en el aire rápidas curvas que
rompen con fuerzas en sus carnes laceradas.
En aquél momento aparece su mujer. Al
verle en tan lastimoso estado hace intención de arrojarse sobre él para
protegerle, mientras llora desesperada, pronunciando convulsa su nombre.
"El Pernales" se lo impide. Empujándola con su caballo la obliga a
unirse al grupo de los segadores, que han presenciado la escena en
obligado mutismo.
Cuando "el Niño de Arahal"
comprueba que "Charquito" ha quedado sin sentido, cesa en su atroz
castigo. Se lía despacio el ronzal a la mano y mira satisfecho al muchacho, que
ha quedado a sus pies dolorido y sangrante. Vuelve el rostro hacia "el
Pernales".
-¿Lo mato? -pregunta.
-No -contesta. -Ya tie bastante-. Y
dirigiéndose a los segadores les dice con altivez: -Esta es mi justisia; no lo
olvidéis.
Monta su caballo "el Niño" y
los dos bandidos desaparecen.
"Charquito" es llevado a casa
por sus compañeros y, como consecuencia de la paliza, se ve obligado a guardar
cama durante más de quince días.
Esta es una muestra de que "el
Pernales" no tiene piedad alguna para quienes le traicionan. Pero desde
hace algún tiempo se muestra cortés y amable con las personas a las que pide
dinero. En verdad no las roba, porque jamás emplea contra
ellas violencia alguna. Simplemente solicita lo que él llama un socorro. Así lo
puede atestiguar el diputado señor Romero. El día 22 de julio de aquel año de
1.907 viaja en un carruaje de su propiedad que él mismo guía, acompañado de
su mujer. Al llegar a las puertas de Aguilar se ven detenidos por un jinete que
les sale al camino. Es "el Pernales". Se aproxima al diputado y le
pide mil pesetas, las cuales dice necesita con urgencia para socorrer a unos
campesinos que están sumidos en la más espantosa miseria. El señor Romero
lamenta no poder complacerle. Sólo lleva encima una pequeña cantidad, que pone
a su disposición. Pero puede entregarle su reloj y las alhajas que su esposa
lleva. "El Pernales" acepta el dinero, y aunque agradece el
ofrecimiento, rechaza lo demás. Al observar que la señora, disgustadísima,
llora silenciosa, se acerca a ella respetuosamente y, quitándose el sombrero,
le dice:
-No pase osté pena,
señora, se lo pío por favó. No la va a pasá na. Ya ve que sólo les he
solicitao humirdemente una limosna. ¡Condió!
El diputado continúa su
camino un tanto confuso. Aquello, más que un asalto en el camino real parece,
por las corteses maneras empleadas, un simple favor de dinero entre personas
bien educadas.
Pero modifica su opinión
al llegar a Aguilar y pone el hecho en conocimiento de la Guardia Civil. Como de
costumbre, salen unas parejas en persecución del bandido y, como de costumbre
también, no encuentran de él ni rastro.
Dos días después, el 24
de julio, Conchilla "la del Pernales" da a luz una niña, fruto
de sus amores con el bandido. El alumbramiento tiene efecto a las dos de la
madrugada en el Caserío de la Piña, donde la joven se encuentra.
Inmediatamente consigue que la noticia llegue a conocimiento de su amante, que
la espera ilusionado. A los pocos días se la presenta un enviado suyo a quien
conoce muy bien. Siguiendo sus instrucciones, al hacerse de noche la
acompaña con la recién nacida hasta un caserío próximo a la estación
de Cabra. Allí la espera "el Pernales". Mientras celebran lo
que será su última entrevista, el amigo vigila fuera. No sólo emplean el
tiempo en amorosas efusiones. Su propio porvenir les preocupa. "El
Pernales" pide a Conchilla que se vuelva a Valencia con la niña y le
espere allí. Promete reunirse con ellas tan pronto como pueda. Esta vez
lograrán marchar a América, igual que ha hecho "el Vivillo".
Salen de la casa y caminan
juntos un corto trecho, hasta donde se encuentra el caballo del bandido. Su
despedida es larga. Unidos en un estrecho abrazo, "el Pernales"
reparte sus besos entre la madre y la hija. Luego monta. Con el brazo en alto da
su último adiós. los pasos del animal se pierden en la noche. Conchilla
regresa silenciosa a su casa. Los dos amantes no volverán a verse más.
Mientras esto sucede, el
gobernador de Córdoba, señor Cano y Cueto, se traslada el día 28 de julio a
Lucena dispuesto a terminar con "el Pernales" en el improrrogable
plazo de una semana. Así se lo ha prometido a don Juan de la Cierva, ministro
de la Gobernación. Y lo primero que se le ocurre es pedir en el periódico
"La Alianza" que, al objeto de conquistar la paz y la tranquilidad de
que tan necesitados se encuentran, sean abiertas unas listas secretas. En ellas
figurarán las cantidades que cada uno quiera buenamente aportar y el fondo así
obtenido servirá de premio para quien consiga capturar al bandido. La
propuesta, según parece, tiene escaso éxito. Las personas a cuyo
bolsillo se llama dudan de su eficacia. Encuentran mucho mejor para ellos
entregar ese dinero a "el Pernales". Esto, al menos, les da la
tranquilidad de que sus casas, sus cosechas y sus ganados serán
respetados.
Y mientras el Poncio,
rodeado de guardias civiles, dispone su plan de operaciones, Francisco Ríos
lleva a cabo una nueva fechoría a muy escasa distancia de donde él se
encuentra.
Hacia las cinco de la
tarde del día 1 de agosto de 1.907 se presenta con "el Niño de Arahal"
en el lugar denominado las Sesenta de Mora, tan sólo a tres kilómetros de
Lucena. Y allí se apodera de siete mulos, tres propiedad de don Pedro Jiménez
Alba, presidente de la Comunidad de Labradores, y cuatro de don Francisco
Palacio. Manteniendo a los animales como rehenes exige para su devolución, al
primero, mil pesetas, y al segundo, quinientas. Inmediatamente de recibida la
petición corren a poner el hecho en conocimiento del gobernador. Lo encuentran
merendando en unión de los dos jueces de la localidad, del alcalde y de los
propietarios señores Herrera y Álvarez. Sin esperar a terminar el plato recién
servido, se levantan precipitadamente y abandonan la mesa.
Como primera medida, el
señor Cano y Cueto prohíbe a los robados que entreguen cantidad alguna. Luego
se dispone a enviar fuerzas tras los bandidos. Pero se encuentra con que todas
las de la Guardia Civil de Lucena y los pueblos inmediatos han salido, al mando
del teniente coronel Pinzón, para distribuirse convenientemente al objeto de
dar una batida. En la comandancia sólo quedan dos guardias, más el de puerta y
uno enfermo. Ordena a la pareja disponible que marche hacia el lugar donde se
supone que está "El Pernales"; manda en su auxilio a diez guardias
bien armados de la Comunidad de Labradores, y utilizando las estaciones
telegráficas de Lucena y Aguilar, comienza a trasmitir sus órdenes. Pronto
consigue ponerse en contacto con el teniente coronel Pinzón, que se encuentra
en Cabra. Este, en unión del teniente de Lucena y de una pareja, salen hacia
las inmediaciones de las Sesenta de Mora. Su galopar es vivísimo, pues los
diecisiete kilómetros que separan ambos puestos lo cubren en veintiún
minutos.
Todas las fuerzas que
patrullan por aquellos lugares son rápidamente alertadas. "El
Pernales" advierte en seguida el inusitado movimiento y huye para evitar el
cerco, dejando abandonadas las mulas. Con el conocimiento que tiene del terreno
consigue una vez más burlar a los guardias. Pero camina mohíno. No se aviene
de buen grado con su fracaso. Alguien tiene que pagarle el perjuicio de haber
tenido que deshacerse de los animales. Mientras escapa, se detiene en la finca
que el marqués de Campo Real posee en el mismo término de Lucena. Entra, dice
quién es y pide mil pesetas, que le son entregadas sin protesta. Con los
billetes en los bolsillos se aleja cada vez más de sus perseguidores.
Las caballerías son
recuperadas por la Guardia Civil. Y en reata se presenta con ellas en Lucena a
las dos y media de la madrugada. A la mañana siguiente las entregan a sus
dueños.
Como ya es costumbre, los
bandidos no aparecen por parte alguna. Alguien dice a los guardias que los ha
visto; "el Pernales " montaba una yegua negra y "el Niño"
una jaca castaña. Pero la dirección que les dan es equivocada. Todo esto no
quita para que el señor Cano y Cueto gratifique espléndidamente a los guardas
de la Comunidad de Labradores "por su brillante comportamiento".
Las noticias que después
circulan sobre los bandidos son contradictorias. Unos suponen que se han corrido
hacia Bobadilla; otros dicen que los han visto cerca de la estación de Campo
Real; algunos aseguran que se encuentran por los olivares de la duquesa de
Denia. Tal vez sea que el miedo les hace verlos por todas partes; tal vez sólo
sean algunos de los falsos "Pernales" que merodean por aquellas
tierras aprovechándose, en su propio beneficio, de la fama alcanzada por el
estepeño. Hasta el propio Juzgado de Primera Instancia de Aguilar cree
tropezarse con ellos uno de los primeros días de aquel mes de agosto de
1.907. Vuelven del pueblo de Zapateros, después de haber practicado las
diligencias del levantamiento de un cadáver, el juez don José Castillo, el
forense don José Paniagua, el escribano don Timoteo Sánchez y un hijo de
éste. Viajan en un coche tirado por tres mulas. Al llegar a los Moriles, muy
cerca del lugar de Benavides, propiedad del ex diputado don Juan Burgos, ven a
dos jinetes parados en medio del camino. Estos, al divisar el carruaje se
apartan, colocándose entre los olivos. Ninguno de aquellos hombres duda que son
"el Pernales" y "el Niño de Arahal". Pasa rápido el coche,
con el consiguiente temor de sus ocupantes, y quien lo guía lanza a los
animales al galope hacia Aguilar.
-Los bandidos sabían, por
las muchas confidencias que reciben- manifestó después el escribano- que
íbamos a pasar y prepararon ese golpe de efecto. Lo mismo le sucedió al
gobernador en Lucena. La cosa no puede sorprender. Aquí mismo, en las calles de
Aguilar, "el Pernales" ha hablado más de una vez con diversas
personas sin verse por nadie molestado.
También la Guardia Civil,
en constante vigilancia, cree ver al bandido aquí y allá. Lo sucedido una de
aquellas noches en la estación de Lucena lo demuestra. Varias parejas se
encuentran emboscadas en distintos lugares. De pronto, a uno de los guardias se
le cae el fusil y éste se dispara. Alarmados, los otros hacen fuego en aquella
dirección sin, por fortuna, alcanzar a ninguno de sus compañeros. Pero el
involuntario disparo hiere a uno que está al lado. Se trata del guardia Julián
Otal Casanova, de veintiocho años, natural de Sesa (Huesca), que hasta hace tan
sólo ocho días se encontraba de puesto en Zaragoza, de donde fue traído para
reprimir el bandolerismo. Trasladado al hospital de Lucena pudo apreciarse que,
hallándose sentado, el proyectil le penetró por debajo del codo y, después de
atravesarle el brazo, le rozó el vientre chamuscándole la ropa, para luego
llevarse la tapa de una de las cartucheras delanteras. Y aún conservó la bala
la suficiente fuerza para producir una rozadura en la nariz al guardia que
se encontraba sentado junto a él.
Mientras es buscado
precisamente por donde no está el bandido, en unión de su ya inseparable
"Niño de Arahal", se ve obligado a salir de su medio para eludir el
acoso. Ello va a ser la causa de su perdición. Ahora se lanza por terrenos
desconocidos, en los que nunca ha puesto la planta. Esto le hace perder la
seguridad de que siempre ha disfrutado. Abandona también la táctica que tan
buenos resultados le ha venido dando y de perseguido se convierte en agresor,
sosteniendo algunos violentos tiroteos con la Guardia Civil.
Probado está que se
interna en la provincia de Cádiz, la cual cambia a la semana siguiente por la
de Sevilla, para terminar hacia mediados de agosto en la de Jaén. En todas
ellas recorren los cortijos solicitando cantidades de quinientas o mil pesetas,
que en pocas ocasiones les son negadas. Hasta se dice que durante la reciente
feria de esta última capital se les ha visto paseando con toda tranquilidad por
sus calles.
A partir del jueves 15 de
agosto de aquel año 1.907 ya nos es posible seguir día a día las andanzas de
los dos bandidos en su camino hacia la muerte. Pronto va a quedar finada su
historia y cerrada su leyenda.
El sábado 17 se presentan
en una finca propiedad del marqués de Villalta situada cerca de Jaén.
Sorprenden en ella al administrador, don Manuel Gutiérrez Mármol, y le piden
que vaya en su nombre a Torredonjimeno para solicitar de la arrendataria, doña
Juana Rita, viuda de don Felipe Martínez, las consabidas mil pesetas.
-Así podrá su hijo salí
a visitar las fincas con toa tranquilidá- dice "el Pernales". -De otra forma,
nunca estará seguro.
Obedece el requerido, pero
la señora se niega rotundamente a entregar dinero alguno. Decidida, lo denuncia
a la Guardia Civil. El señor Gutiérrez Mármol, temiendo terribles
represalias, acude apurado a su hermano, el coadjutor de la iglesia de Santa
María, pero sólo puede facilitarle quinientas pesetas. Ya se dispone a
regresar con ellas cuando, momentos antes de salir, se ve interrumpido por un
teniente y dos parejas. Le recomiendan que no abandone el pueblo y ellos parten
en busca de "el Pernales". Este, que vigila el camino, ve con su
anteojo de larga vista los tricornios y sin esperar la vuelta del administrador
huye en unión de su acompañante hacia Torre del Campo. Allí piden dinero en
varias casas de labor. Encontrándose en el cortijo del Platero son sorprendidos
por una pareja. Cruzan varios disparos y al fin "el Niño" se ve en la
precisión de tener que luchar cuerpo a cuerpo. En un alarde de audacia y de
valor logra escapar de entre sus manos y salir por la puerta trasera de la casa.
El martes día 20
aparecen en el cortijo de Riez, propiedad de don Antonio y don Luis Cubillo,
vecinos de Madrid. Preguntan por el administrador, y al decirles que no está
allí, marchan sin hacer petición alguna. Han tomado la carretera de Baeza a
Jaén. En la venta de Pozo-Blanco, que está a cinco kilómetros de Mancha Real,
se detienen un buen rato para descansar, mientras beben unas copas.
El miércoles 21 se
dirigen al cortijo de Hilachos. Van en busca del señor Canata, su dueño, pero
éste se encuentra también ausente y esto le libra de la molesta visita.
No tiene igual suerte don
Tomás Herrera, que se propietario del cortijo de Racena y hermano del juez de
Primera Instancia de Ubeda. A las cuatro y media de la tarde del día 22 llegan
a él dos hombres a caballo. Visten, según cuentan después algunos de los
albañiles que trabajaban en unas reparaciones, chaquetas y chalecos de pana y
se cubren con sombreros de ala ancha muy abollados. Van armados de rifles,
revólveres y cuchillos. Les ciñen las cinturas unas cananas dobles repletas de
cartuchos. Su aspecto no les deja lugar a dudas. Al preguntar los recién
llegados por el señor Herrera, uno de los obreros le pasa aviso. Una vez éste
en su presencia los desconocidos le piden veinticinco mil pesetas. Contesta que
le es del todo imposible entregarles esa cantidad y uno de los bandidos le
pregunta:
-¿De cuánto dinero pué
osté dispone?
-Pues de unas cuatro mil
pesetas; pero no aquí, sino en mi casa.
Saca aquél de la grupa
de su caballo papel, tintero y pluma y obliga al propietario a escribir unas
líneas a su madre. En ellas le dice que, habiendo comprado unas ovejas,
necesita que le remita por el dador cuatro mil pesetas.
Marcha el aperador con la
carta a Mancha Real, que dista cuatro o cinco kilómetros. Antes le recomiendan
que no diga a nadie lo ocurrido si tiene algún apego a la vida.
Los bandidos advierten
después, tanto a don Tomás Herrera como a las dos cuadrillas de albañiles que
allí trabajan y a los criados, que cada uno puede continuar su faena con toda
libertad. A continuación ellos se dirigen a un montículo próximo, desde el
que se domina gran extensión del terreno, y se sientan en lo alto dispuestos a
esperar. Pasan más de dos horas. Los bandidos, aburridos, bajan al cortijo y
uno de ellos dice al dueño:
-Vamo a salí al
encuentro del aperaor. Venga osté con nosotros-. Inician la marcha y antes de
salir al camino real se detienen.
-Lo mejó será
-rectifica- que osté se güerva a la casa, porque si aparesen los tricornios,
vamó a tené yuvia de balas y no está bien que osté se moje.
Vuélvese aquél al
cortijo y los bandidos continúan camino adelante hasta encontrarse con el
enviado. Este les hace entrega de las cuatro mil pesetas y juntos regresan a la
casa. Después de despedirse del propietario se alejan para seguir visitando a
otros que dicen figuran también en la lista.
Este robo, cometido en
las inmediaciones de la carretera que va a Jimena, en un lugar próximo a Jaén,
a pocos kilómetros de Mancha Real y ante la pasividad de los veinte hombres que
había en el cortijo de Racena, demuestra una audacia sin límites.
Pero todo hace suponer que fue obra de uno de los falsos "Pernales"
que proliferaban, ya que el verdadero no pasaba por aquellos días
de las mil pesetas en sus peticiones, e incluso se conformaba con lo que
quisieran darle. Huidos al extranjero "el Campero" y "el
Vivillo" puede suponerse, con algún fundamento, que el autor bien pudo ser
"el Jaro", antiguo compañero de este último, oculto tras el apodo
famoso de Francisco Ríos.
Denunciado el despojo,
sale la Guardia Civil de Mancha Real, al mando del teniente don Pedro
López, en persecución de los maleantes, pero no puede hallarlos. Corrió muy
insistentemente por la ciudad la noticia de que, al regresar la fuerza luego de
su infructuosa búsqueda, el teniente había recibido una esquela concebida en
los siguientes términos, corregida, claro es, su ortografía:
Anoche, cuando pasó
usted por el olivar de Alberto en mi persecución, le tuve encañonado y no lo
maté teniendo en cuenta que es usted un honrado padre de familia y no quise
dejar a sus angelitos huérfanos de padre y sin amparo.
Pernales.
¿Qué extraño suenan,
viniendo del bandido, esta generosidad y esta ternura! Si la carta es cierta,
había cambiado mucho el estepeño. Tal vez convencido de su irremediable y
próximo fin, se humanizaba. Pero nos cuesta trabajo creer en este repentino
cambio.
Después del robo de Mancha
Real, llevado a cabo por el auténtico o por un apócrifo "Pernales",
aquél, según noticias, no sale de la provincia de Jaén. La mañana del día
24 se presenta, junto con "el Niño de Arahal", en la central
eléctrica de los Sucesores de Cobos Varona, a cinco kilómetros de la capital.
-El día menos pensado-
comenta, escandalizado, un comerciante al saberlo- tomará café aquí con
nosotros y, después de saborear el moka, echará un guante.
También se dice que el
domingo día 25 estuvo en la finca La Vereda, del presidente de la Diputación
señor Martínez Nieto, y el día 26, ya de noche, hizo lo propio en el cortijo
de los Naranjos, propiedad de don Antonio del Aguila, ex concejal del
Ayuntamiento de Madrid. En los dos pidió una pequeña cantidad de dinero, que
le fue dada.
La constante y molesta
presencia del bandido en las casas, aunque ahora bajados sus humos y reducidas
sus arrogancias, lo haga más bien como mendigo, ha levantado de nuevo olas de
indignación en todos los pueblos y ciudades. ¿Hasta cuándo va a durar tan
bochornosa situación? La alarma ha sido general. Al escándalo público ha
seguido otra vez una fuerte campaña de prensa. El Gobierno se ve, pues,
obligado a concluir con el bandido a todo trance. Se sabe que los gobernadores
andaluces han recibido hace días un telegrama del ministro de la Gobernación
ordenándoles que ofrezcan quince o veinte mil pesetas a la persona que
aprehenda a "el Pernales". Se les advertía que este premio no lo
hicieran público ni en los Boletines de la provincia ni en la prensa, pero sí
que dieran la noticia por medio de una circular a los alcaldes de los pueblos
para que pudiera llegar a conocimiento de todos los vecinos.
Al mismo tiempo ha sido
dispuesta una gran concentración de fuerzas. Pasan de dos mil los guardias
civiles traídos de los distintos tercios de España. Sumados éstos a los
efectivos de las comandancias de Sevilla, Cádiz, Córdoba, Málaga y Jaén,
constituyen un verdadero ejército. El cuartel general lo han establecido en La
Roda, por ser allí donde se cruzan las líneas férreas de Andalucía.
Fraccionada la fuerza en pequeñas unidades de gran movilidad, éstas se
encuentran ya distribuidas convenientemente en pueblos, cortijos, caminos y
lugares estratégicos, ejerciendo una intensa vigilancia que no cesa ni de día
ni de noche.
Estas extraordinarias
medidas hacen comprender a "el Pernales" que se encuentra en más
peligro que nunca. Sus movimientos, antes tan amplios y libres, se ven cada vez
más reducidos. Aún es tiempo de buscar en otros lugares la seguridad que allí
le falta. Si no lo hace pronto, le será imposible escapar del estrecho cerco.
Además, Conchilla le espera ansiosa en Valencia para emigrar juntos a América,
como tienen proyectado. Este termina por ser su único deseo.
Durante los días 27 y 28 de
agosto lo dispone todo y piensa por dónde llegar a la capital valenciana con
menos riesgo. Lo más urgente es salir de aquella zona sembrada de civiles.
"El Niño de Arahal" no quiere abandonarle en tan críticos momentos.
Le acompañará hasta Valencia pase lo que pase. Extremando las precauciones,
caminan sólo de noche. Durante el día permanecen ocultos. Así atraviesan
parte de la provincia de Jaén. El jueves 29 llegan con el alba al sitio
conocido por Puente de los Aceiteros, a cuatro kilómetros de las Navas de San
Juan, partido de Baeza.
Son las cinco de la
madrugada. La campiña brilla serena bajo la naciente luz de la mañana.
Creyéndose ya en franquía se detienen un momento para descansar y tomar algo.
Pronto se arrepienten de haberlo hecho. Una pareja de la Guardia Civil,
compuesta por el cabo Robles y el guardia Tornero, los ve. Se adelantan y les
dan la voz de alto. Los bandidos, sorprendidos, buscan rápidamente lugar donde
protegerse. Después responden con las armas. Por ambas partes se cruzan varios
disparos que sólo hieren el aire. "El Pernales" y "el Niño de
Arahal" espolean sus caballos y a los pocos instantes quedan ocultos por
los accidentes del terreno. En su precipitada huida han dejado abandonadas
varias prendas de vestir, algunas viandas que no tuvieron tiempo de consumir y
una yegua que llevaban de descanso.
Lejos ya de los guardias,
que no pueden continuar su persecución, los bandidos se dirigen a Sierra
Morena, en la que penetran por la parte de Cazorla. Después de largo caminar
rebasan el pueblo de Segura. El viernes día 30 alcanzan el Calar del Mundo, uno
de los picos más elevados. Descienden a continuación y el día 31, último de
sus desgraciadas existencias, caen en la parte que, perteneciente a la provincia
de Albacete, se denomina sierra de Alcaraz. En aquella bravía naturaleza, en
aquellas inmensas soledades pueden, al fin, respirar ancho. La permanente
vigilancia de los dos o tres mil guardias civiles reunidos para apresarlos no
llega hasta allí. Pero, faltos como están del encubrimiento desinteresado,
espontáneo y casi natural que siempre han encontrado en Andalucía, no se les
ocurre pensar que en cualquier momento pueden ser denunciados por la primera
persona con quien se encuentren. y así sucede para su mal. Vienen, pues, a
hallar la muerte cuando más seguro se creen.
De la captura y fin de
"el Pernales" y "el Niño de Arahal" existen varias
versiones que corrieron profusamente por aquellas tierras. Difieren algo entre
sí. Nosotros vamos a fundirlas en un solo relato, tomando de cada una lo que
creemos más cerca de la realidad. A continuación, y como complemento, daremos
dos partes cursados por las autoridades. Así podrá conocer el lector la
versión popular, minuciosa y novelesca, y la versión oficial, fría y
rutinaria. Dos caras del mismo hecho entre las cuales está la verdad.
Los bandidos caminan por
aquellos ingentes riscos con rumbo incierto. A poco de amanecer, al llegar
al sitio denominado Venta de la Noguera, se encuentran con un leñador que carga
un haz de leña de boj en su borrico. Se trata de Abdón Campayo González,
vecino de Bogarra. Este contempla indiferente a los jinetes. Observa, sí, que
uno monta un caballo castaño oscuro y el otro una yegua castaña clara. Los dos
van armados de carabinas y con las cananas repletas.
-Güenos días, amigo- le
saluda "el Pernales" -.¿Yevamos güen camino pa seguir la sierra?
Mientras el leñador les
informa despacioso y reiterativo, el bandido fija la atención en él. Es un
hombre de cincuenta y tantos años, alto, anguloso, un poco encorvado, de tez
cobriza y mirada torva y feroz, que hace siniestra la bizquera de su ojo
izquierdo. Al hablar deja ver dos filas de gruesos dientes desportillados. Viste
chaleco azul de Bayona y pantalón flojo de tela. Calza abarcas herradas de
cuero sujetas por unas correas que le suben, cruzándose, hasta las rodilla.
Atravesada entre la faja lleva una vara de fresno.
-Desde ahí, que es el
Puerto del Arenal, caerán ustés el Salobre y luego, caminando to derecho,
llegarán a Bienservida.
Saca el bandido su petaca y
ofrece al leñador un cigarro puro.
-Tenga -le dice- y agradesío. A continuación le da una carta y un duro. -Pa que la entregue en
propia mano al señó Flores, er ganadero, en Villaverde, de parte de "Pernale",
que soy yo.
Al oír este nombre Abdón
Campayo apresura la carga de leña y se despide. Como a media legua de allí, en
el sitio denominado El Laminar, se encuentra con uno de los encargados de los
carros de transporte de San Juan de Alcazar, a quien cuenta lo ocurrido. Este,
incrédulo no toma en serio su relato. Lo cree una fantasía. Y así debe ser,
porque el hombre no da cuenta a las autoridades de lo que ha visto ni nada
vuelve a saberse de la carta. Cuando, ya muertos los bandidos, habla de este
hecho, es interrogado por el juez y su versión desmentida. El pueblo, en
cambio, sigue teniéndola por cierta.
Probado está, sin embargo,
que a las nueve de la mañana de ese mismo día sábado 31 de agosto, el guarda
forestal Gregorio Romero Henares, retirado de la Guardia Civil, se encuentra con
los bandidos en las inmediaciones del cortijo del Bellotar, al Noroeste de
Villaverde. Cambia con ellos un saludo. Ignora, naturalmente, quiénes son, pero
no escapa a su olfato el aire fugitivo de la sospechosa pareja. Mientras se
aleja ve cómo uno de los jinetes, con la carabina en la mano mira, puesto de
pie en los estribos, a una y otra parte. Piensa con acierto que no pueden ser
buena gente cuando van tan armados y caminan con tantas precauciones. Además,
su aspecto y sus ropas le descubre que son hombres de otras tierras. Sin
pérdida de tiempo llégase hasta Villaverde y da cuenta de sus dudas al juez
municipal, don Miguel Serrano. Este informa al alcalde y ambos acuerdan enviar,
con el alguacil Eugenio Rodríguez Campayo, aviso a la Guardia Civil, que se
encuentra en el caserío del Sequeral, a seis kilómetros al Sur de la
provincia.
Mientras el emisario parte
con este mensaje, el alcalde de Villaverde manda a unos hombres con apariencia
de leñadores para que averigüen el lugar por donde los bandidos andan y puedan
guiar hasta allí a los guardias. Regresan hacia el mediodía y dicen que les
han visto entrar en el cortijo de las Quejas. En efecto, "el Pernales"
y "el Niño de Arahal" se han detenido en él para comprar longaniza,
pan, vino y cebada. Al tiempo que corren estas noticias, llega a la alcaldía el
segundo teniente de la Guardia Civil don Juan Haro López, jefe de la línea de
Alcaraz.
Inmediatamente sale para el
sitio indicado con tres prácticos. Les acompaña el cabo Calixto Villaescusa
Hidalgo, el guardia primero Lorenzo Redondo Morcillo y los segundos Juan Codina
Sosa y Andrés Segovia Cuartero. A éste último le consideran todos como uno de
los mejores tiradores del Instituto.
Durante bastante tiempo
caminan en silencio por un terreno accidentadísimo sin encontrar la pista de
los bandidos. Al fin la hallan pasado Villaverde, pueblecito enclavado en el
corazón de la sierra. Continúan la marcha, que es lenta y penosa. Comienzan a
ascender hacia la llamada Cumbre de los Morricos y al poco rato avistan a
"el Pernales" y "el Niño del Arahal". Están sentados
tranquilamente junto a un nogal, despachando unas viandas. Próximos a ellos,
sus cabalgaduras comen también. El teniente Haro distribuye sus fuerzas para
cortar la retirada a los malhechores. Manda al cabo Villaescusa y al
guardia Segovia con dos prácticos hacia la cúspide, y él, junto con los
guardias Redondo, Codina y un práctico se disponen a atacar de frente. Poco a
poco unos y otros van estrechando el cerco. Cuando se aproximan a los bandidos,
éstos, que han terminado ya su refrigerio, se encuentran sobre las monturas
dispuestos a partir. El teniente Haro les grita:
-¡Alto a la Guardia
Civil!
A su voz responde "el
Pernales" con dos tiros, al tiempo que anima en voz alta a su acompañante:
-¡Amos por eyos,
"Niño"!
Los guardias repelen la
agresión con una descarga cerrada. Su eco resuena en las montañas. El humo
producido por los estampidos flota unos instantes en el aire inmóvil.
Tras su neblina, que se va disipando lentamente, los civiles ven cómo uno
de los jinetes escapa. El otro ha sido alcanzado de lleno por los disparos. Su
cuerpo se tambalea en la silla. Hace un esfuerzo para sostenerse y al fin su
cuerpo rueda pesadamente a tierra. Es "el Pernales".
"El Niño de Arahal",
alejado ya del lugar, echa pie a tierra. Espanta a su yegua herida y se
parapeta. Al verse acosado por la pareja que se ha situado arriba, hace uso del
revólver. Su tiro es certero. Destroza al guardia Segovia parte del tricornio y
le produce una ligera herida en la parte superior de la cabeza. Al ver herido a
su compañero, los demás guardias descargan sus fusiles. El teniente Haro hace lo
propio con su revólver, sin alcanzar al bandido. Este sale a continuación de su
escondite. Perseguido por las balas emprende veloz carrera, con bruscos y
constantes cambio de uno a otro lado. Salta con sorprendente agilidad
cuantos obstáculos encuentra a su paso. Al ganar un grueso tronco o una roca se
detiene y, volviéndose, hace fuego sobre sus perseguidores. Ninguno de sus
disparos hace blanco. Ya está a punto de alcanzar la Cumbre de los Morricos. Ha
conseguido huir hasta unos trescientos metros del lugar del encuentro. Pero el
guardia Codina apunta al fugitivo con su máuser y dispara. La bala le vuela el
sombrero. Sin inmutarse, "el Niño de Arahal" sigue corriendo cada vez más
rápido, en un desesperado esfuerzo por ponerse a salvo. De nuevo se echa el
guardia el fusil a la cara. Con toda serenidad, como hábil tirador que es, sigue
su arma todos los movimientos del bandido. Truena al fin la detonación. "El Niño
de Arahal" abre los brazos, vacila y cae de golpe. Está muerto.
La trágica cacería ha
terminado. Son las dos de la tarde del sábado 31 de agosto de 1.907.
Seguidamente vuelven todos al
lugar donde cayó "el Pernales". Su cuerpo tiene varios balazos. Los animales que
montaban los bandidos han sido también alcanzados por las balas. Se desangran,
en paciente inmovilidad, lanzando a ratos dolientes relinchos. Como no pueden
andar son abandonados. A nadie se le ocurre dispararles un tiro para abreviar su
sufrimiento.
Esta es, con ligeras
variantes, la versión que dieron quienes participaron en la muerte de los
maleantes. Y la que circuló por la prensa de toda España. No difiere mucho de la
oficial, como luego veremos. Pero alguien hizo correr, con aire de misterio,
otra muy diferente, que muchos tuvieron por más cierta. Según ella, los bandidos
fueron sorprendidos mientras comían bajo el nogal. "El Pernales", al advertir la
presencia de las fuerzas, hizo ademán de tomar el arma, pero el movimiento acabó
con él y con su amigo. Se añadió para probarlo que los cadáveres tenían en la
boca parte del huevo cocido que estaban comiendo, y que los impactos del arma de
fuego que presentaban tenían la dirección de arriba a abajo, como recibidos
estando los bandidos sentados.
Nosotros no hemos hallado ningún testimonio serio que nos
permita tomar en consideración esta noticia. Tampoco hemos podido examinar el
informe de las autopsias. Por ello, sólo a título de información lo consignamos.
Terminada la operación se
envió aviso al juez de instrucción de Bienservida, el cual efectuó el
levantamiento de los cadáveres. Seguidamente fueron llevados por los prácticos,
en unas improvisadas parihuelas, al pueblo de Villaverde. Durante toda la tarde
quedaron expuestos en la plaza a la curiosidad pública. Corrió la voz por las
localidades próximas y muchas personas acudieron para ver los cuerpos.
El juez dispuso que al día siguiente fueran
trasladados a Alcaraz, a fin de efectuar las diligencias de autopsia e
identificación. A tal efecto expidió telegramas a distintos gobernadores de
Andalucía.
Mientras tanto, el teniente
Haro hizo inventario de cuanto los malhechores llevaban. Entre los efectos
encontrados en la chaqueta de "el Pernales" halló dos cartas de su puño,
escritas con la desigual letra y la disparatada ortografía que le eran
habituales. Una estaba dirigida a su madre con la firma de Francisco Ríos. Otra,
con su apodo, iba destinada a Conchilla, su amante. En ella le decía: "Estate
preparada que voy a ir por ti y te voy a traer en mi compañía, que no
necesitas para venir conmigo ni ropa ni dinero".
La noticia del fin de los
bandidos le llegó a don Juan de la Cierva, ministro de la Gobernación, al día
siguiente, 1 de septiembre, muy de mañana, cuando se encontraba oyendo misa.
Como las andanzas de "el Pernales" habían constituido para él y para
todo el Gobierno una angustiosa pesadilla durante largos meses, abandonó
precipitadamente el templo, y al vivo rodar de carruaje se presentó en el
Ministerio. ¡"El Pernales" muerto! Apenas podía creerlo. Por un
momento pensó en alguna confusión, pero no. Allí estaba sobre su mesa un
telegrama. Decía así:
Alcaraz, 1 (8 m.)
Alcalde a ministro de la
Gobernación.
Tengo el honor de
participar a V.E. que, según me comunica por teléfono el sargento-comandante
del puesto de Bienservida, a las dos de la tarde de ayer el teniente jefe de
línea, don Juan Haro, al mando de dos parejas, ha dado muerte a los bandidos
"Pernales" y "Niño de Arahal" en las lomas de Villaverde,
de esta sierra de Alcaraz, cogiéndoles caballos, armas, dinero y efectos. Documento
Oficial.
Cuando
el ministro se holgaba con la lectura de este despacho, que tantas
preocupaciones le quitaba, un empleado del Ministerio de Gracia y Justicia puso
en sus manos otro que había recibido su titular, el marqués de Figueroa.
Redactado en parecidos términos, venía a ser la confirmación del anterior.
Deseoso de conocer más
amplias noticias llamó por teléfono a Alcaraz y habló largamente con el
alcalde, el juez instructor y el teniente Haro. Estos le informaron con todo
detalle y le comunicaron que los cuerpos de los bandidos habían sido
trasladados a aquella población. Estaban depositados en una de las salas del
antiguo convento de Santo Domingo, hoy cárcel del partido. El señor La Cierva
les encargó mucho que vieran de conservar los cadáveres, bien embalsamándoles
o con hielo. Había que dar tiempo a que acudieran las personas avisadas para la
identificación. Lo primero no pudo hacerse por falta de medios. El médico
forense, señor Vianoz, sólo pudo aplicar a los cuerpos inyecciones
antisépticas después de taponarles boca, nariz y oídos.
Fue muy numeroso el público
que acudió a la cárcel durante todo el día. Tendidos en las mesas, los
bandidos presentaban un horrible aspecto. Ambos vestían pantalón, chaleco y
chaqueta corta de pana color café. A la cintura faja negra y en los pies
magníficas botas de campo. Sus rostros, cubiertos por una capa de polvo,
estaban contraídos y las manos hinchadas y tumefactas. "El Pernales"
tenía rasgados el pantalón y el calzoncillo por la parte superior externa del
muslo derecho, presentando una ancha herida producida sin duda por la caída.
Uno de los balazos, alojado en el estómago, le había atravesado el bolsillo
del chaleco, donde el bandido guardaba el reloj y unas tijeras. Varios trozos de
ambos objetos se le habían incrustado en la carne.
Aquel mismo día 1 de
septiembre el teniente Haro notificó oficialmente al ministro de la
Gobernación la captura y muerte de "el Pernales". El interesante
documento dice textualmente:
Guardia Civil
Provincia de Albacete
Línea de Alcaraz.
Excelentísimo Sr.:
A las doce y cuarenta del
día de ayer se presentó en el caserío El Sequeral, término de Villaverde,
punto en el que se encontraba el oficial que suscribe, por tener en él su zona
de vigilancia, el paisano Eugenio Rodríguez Campayo, conduciendo una carta del
señor juez municipal de dicho pueblo, en que me manifestaba que habían
visto aquella mañana por aquellas inmediaciones dos hombres desconocidos,
a los cuales había encontrado Gregorio Romero Henares, peón guarda del
distrito forestal y licenciado de la Guardia Civil, que fue quien dio la primera
noticia.
Inmediatamente, y sin
desatender la vigilancia establecida, por si se trataba de una falsa alarma,
salí con el cabo Calixto Villaescusa Hidalgo, guardia primero Lorenzo Redondo
Morcillo y segundos Juan Codina Sosa y Andrés Segovia Cuartero hacia el pueblo
de Villaverde, en donde las autoridades de aquél y el denunciante reforzaron la
noticia, adquiriéndolas yo también del punto de donde se encontraban los
desconocidos, que es el cortijo de Arroyo de Tejo, a unos tres cuartos de legua
del indicado pueblo. Sin pérdida de momento y auxiliado de tres prácticos, me
dirigí al sitio indicado, y a una media legua antes de llegar distribuí la
fuerza, mandando al cabo Villaescusa y al guardia Segovia con dos prácticos por
la cúspide de la sierra, con el propósito de cortar la retirada a sujetos
perseguidos, y el que habla, con los guardias Redondo, Codina y un práctico,
siguió a atacar de frente el punto en que según noticias se encontraban los
sujetos.
Había transcurrido una
media hora cuando, ya estrechado el cerco y ambas fuerzas próximas a los
bandidos, éstos se pusieron en marcha; pero la oportunidad del cabo y guardia
de referencia en colocarse en el punto que les había ordenado nos dio la
fortuna de que dichos bandidos llegaran a ocho pasos de distancia de donde
estaban emboscados, sin ser vistos, y al darles el ¡Alto! contestaron con dos
disparos y la voz de "Pernales" de "¡Vamos por ellos!",
desarrollándose entonces por ambas partes el fuego, del cual quedó muerto
"Pernales".
Continuó sosteniendo
algo el fuego el "Niño de Arahal" y se dio a la fuga, volviendo a lo
más elevado de la montaña en el preciso momento en que el que relata y
guardias que le acompañaban, con inmensa fatiga, daban acceso a la cúspide de
la mísma, con tal suerte que desde ella vieron deslizarse al "Niño de
Arahal", que al notar nuestra presencia hizo fuego en retirada,
auxiliado por las escabrosidades del terreno, contestándole en la misma forma,
y a los pocos disparos el bandido cayó, al parecer, muerto, como así después
se comprobó.
Cumple a mi deber
significar a la respetable autoridad de V.E. que la cooperación de las
autoridades de este pueblo, de los prácticos que nos acompañaron y vecinos
próximos al lugar del suceso, es digna de todo elogio; pero el hecho de más
mérito en esta honrosa jornada es la actividad, resistencia y valor sin
límites acreditado por el cabo Calixto Villaescusa Hidalgo, que en el mismo
tiempo tuvo que recorrer un trayecto mucho más largo y después se
colocó, con el guardia que le acompañaba, a cuerpo descubierto, aprovechando
el sitio en que empezaba el descenso de la tierra; por esto permitió a
los bandidos llegar a él a la dicha distancia, sin olvidar que todos dan por
bien empleados los sufrimientos y desvelos que venían ocasionando estos
tristemente célebres bandidos y consideran haber ganado este galardón
para gloria del honroso uniforme que vestimos, sin tener que lamentar nada
más que una ligera rozadura en la parte superior de la cabeza del guardia
segundo Andrés Segovia Cuartero, que se la debió ocasionar en la primera
descarga el "Pernales" con una posta.
Al referido "Pernales" le dispararon el cabo Villaescusa y el guardia
Segovia, a la vez, quizá un poco antes el guardia, sin que se pueda precisar el
que lo mató, pues lo dos creen haberle herido. Al "Niño de Arahal"
por más que le hice fuego con el revólver, como la distancia era de más de
cien metros, no sé si le pude herir; pero cuando aquél huyó y los guardias
que acompañaban continuaron el fuego, puedo asegurar que, en un disparo hecho
por el guardia Codina, fue cuando se vio caer al bandido, y como el fuego de
revólver era ya ineficaz, me limité a facilitar cartuchos al guardia Codina.
Tanto éste como el guardia Redondo me han dado prueba de ser excelentes
tiradores.
El guardia Amalio Rodas
Sánchez y el segundo Benito Medina Bueno, del grupo del del sargento
Fernández Gómez, tomaron la pista de los bandidos en la cúspide del collado
del Tronco y la siguieron con actividad, de forma que a las dos horas de haber
sucedido el encuentro se presentaron en aquel sitio. Igualmente, el sargento de
referencia siguió de cerca con cuatro paisanos a la pareja indicada,
retirándose cuando tuvo noticias de que los bandidos habían sido muertos.
También tengo que
enaltecer el buen comportamiento del resto de la fuerza establecida en esta
línea de vigilancia, pues he podido observar que, tanto de día como de noche,
han estado animados del mejor espíritu, sin haber tenido nada que
corregir.
El que debe ser el
"Pernales", por los documentos que se le han ocupado y coincidir sus
señas con las facilitadas por la Superioridad, aparenta ser de unos veintiocho
años , de 1,49 metros de estatura, ancho de espaldas y pecho, algo rubio,
quemado por el sol, con pecas, color pálido, ojos grandes y azules, pestañas
despobladas y arqueadas hacia arriba, colmillos superiores salientes, Reborde en
la parte superior de la oreja derecha, que le forma una rajita, y ligeras
manchas en las manos; vestido con pantalón, chaqueta corta y chaleco de pana
lisa, color pasa; sombrero color ceniza, ala plana flexible, con un letrero que
dice: "Francisco Valero. Cabra"; botas corinto con un letrero en las
gomas que dice "Cabra. Sagasta 44"; camisa y calzoncillos de lienzo
blanco, calcetines escoceses, faja de estambre negro.
El que aparenta ser el
"Niño de Arahal" es de unos veintiséis años de edad, 1,61 metros de
estatura, de pocas carnes, pelo rubio, barbilampiño, cara afeitada, viste igual
que el anterior y el sombrero y las botas con las mismas señas.
Tengo el honor de ponerlo
en conocimiento de la respetable autoridad de V.E., adjuntándole relación de
las autoridades, prácticos y vecinos que han auxiliado, como, asimismo,
inventario de las caballerías, armas, municiones, dinero y efectos ocupados, a
la vez que lo hago al señor coronel subinspector del Tercio, excelentísimo
señor ministro de la Guerra, gobernadores civil y militar de esta provincia y
capitán general del Distrito.
Dios guarde a V.E. muchos
años.
Villaverde, 1 de septiembre de 1.907.
El segundo teniente,
Juan Haro López
Excmo. Sr. ministro de la Gobernación.
Documento
Oficial.
Como en el oficio se indica, a él se unían una relación de las personas que
tomaron parte en la operación, la cual no transcribimos por haber dado ya los
nombres de los más importantes y un inventario. Este sí lo copiamos. Su interés
es indudable. Decía así a la letra:
INVENTARIO DE LAS
CABALLERÍAS, ARMAS, MUNICIONES, DINERO Y EFECTOS OCUPADOS A LOS BANDIDOS
"PERNALES" Y "NIÑO DE ARAHAL".
Al "Pernales" se le ocupó
un macho castaño oscuro, con señales de rozaduras en la cruz, dorso y cinchera,
cicatrices en el encuentro derecho; pelos blancos en el costillar del mismo lado, de unos diez años, siete cuartas y
cinco dedos, sin hierro. Una escopeta de dos cañones, fuego central de
retroceso, mecanismo empavonado, un rótulo dorado en la parte superior y centro
de los cañones que dice "Berna", con unos números números y señales en los
cañones próximos a la recámara que no son inteligibles; los cañones, de 75
centímetros de longitud, punto de mira de metal blanco, caja de nogal con un rameado en la garganta; cantonera de hierro; portaescopeta de color avellana,
con una hebilla y dos botones dorados; canana de correa con dos hileras de
cartuchos, 45 de ellos cargados con bala y postas del 12; un revólver sistema
Smith, de seis tiros, cargado, y 15 cápsulas que llevaba en la chaqueta, funda
color avellana con una correa para ceñirle. Unas tijeras grandes, un anteojo de
larga vista, sistema antiguo; un reloj sistema Roskof, con una inscripción en la
esfera que dice: "Regulador Patent F.E."; una cadena para el mismo, de
metal, dorada, con un colgante redondo, incrustado en cuatro piedras de acero;
un canuto de hojadelata encarnada, que contiene mondadientes de menta; un espejo
de bolsillo redondo; una espuela de hierro oxidada, con una correa; unas
alforjas listadas, grandes, que contienen una bota de vino, un par de calcetines
escoceses, un saquito de algodón con hilo, bramante, dos pepinos y varios
pedazos de pan; un aparejo redondo con dos ropones y una manta encarnada con
estribos y correa; un saco para pienso; un albardón de lana relleno de
encañadura; una cincha de cáñamo; un cabezón con bocado sencillo; un morral de
pienso; un costal pequeño, estrecho, con unos cuatro celemines de cebada; una
cartera de bolsillo, color avellana, de cuatro bolsillos, con tres billetes de
cien pesetas, números 487932, 245921, 160471; una carta sin firma y sin
importancia; una carta con un sobre que se dirige a doña Carmen Morales
González, calle Alcoba, Estepa, participándole a su madre que tiene un hijo más,
firmándose Francisco Ríos; otra carta en un sobre, sin dirección, proponiendo a
una tal Mariana que asista a una entrevista para llevársela al campo y
firmándose José Pernales; un almanaque de bolsillo; una pequeña libreta en
blanco; un peine negro; un raspador y una pluma para escribir.
Al "Niño de Arahal" se le
ocupó una yegua castaña clara, crines entrecortadas, en la tabla izquierda del
cuello un hierro que parece una S; rozadura en el cuello izquierdo; pelo blanco
por el costillar izquierdo; unas rozaduras en la parte superior del mismo
costillar; ligeras rozaduras en la parte superior del costillar derecho; en
ambos ijares y parte baja del vientre, señas de castigo con espuelas; en el anca
izquierda, otro hierro como el del cuello; cola cortada por la proximidad del
Maxle, herrada y cerrada, siete cuartas y dos dedos; una canana con 30 cartuchos
con bala, y 19, además, que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, metidos en un
saquito de tela; un revólver sistema Smith, número 9, cargado con cinco cápsulas
vacías; una cadena de reloj, al parecer de plata, con un guardapelo; una navaja
de muelles de grandes dimensiones, fabricada en Albacete; una petaca de vaqueta
basta color avellana y labores blancas; una fosforera de latón encarnada,
destrozada por un proyectil; un peine blanco; una funda de revólver con un
cinturón, todo de cuero color avellana, con un botón dorado. El aparejo se
compone: una manta de lana blanca de listas; una almohada pequeña blanca; dos
pañuelos blancos de hilo sin marcar; una cartera de bolsillo de badana
encarnada, con cuatro billetes de cien pesetas cada uno, que no se pueden
describir los números porque están manchados de sangre, como igualmente la
cartera.
Nota.-La escopeta del
"Niño de Arahal" la abandonó en la fuga y no se ha encontrado, pero se continúa
buscándola.
Villaverde, 1 de
septiembre de 1.907.
El segundo teniente,
Juan Haro López.
Documento Oficial.
Las personas designadas para la identificación de los bandidos, procedentes de
las provincias de Sevilla, Córdoba y Jaén, llegaron a Valdepeñas en el correo de
Andalucía el lunes día 2 a primera hora de la tarde. Seguidamente continuaron el viaje por carretera a Alcaraz,
ocupando unos carruajes dispuestos al efecto. Una vez en la ciudad se
presentaron a las autoridades alrededor de las siete, dirigiéndose con ellas a
la cárcel para practicar la importante diligencia.
Después de examinar
detenidamente los cadáveres, siete de las personas reconocieron, sin lugar a
dudas, el de "el Pernales". Fueron éstas: el abogado Don Antonio Ramón Leonís,
oficial del Gobierno Civil de Sevilla que había defendido al bandido en una
causa por robo; el sargento de la Guardia Civil Cipriano Guerra, con destino en
Sevilla; los vecinos de Estepa Manuel Martín y
Manuel Maciá y tres cortijeros que habían sido sus víctimas: Manuel Gutiérrez,
de Aguilar, Juan José Rico, de Lucena y Francisco Ruiz, de Puente Genil. Sólo
dos personas no se atrevieron a afirmar que aquél fuera el temible bandido.
Adujeron que no tenía el mechón de pelo que llevaba siempre sobre la frente.
Levanta el acta
correspondiente, los médicos procedieron a la autopsia. Por ella se supo que "el
Pernales" había recibido un tiro en cada ingle rompiéndole la femoral y
astillándole el fémur, y que a "el Niño de Arahal" le había bastado un tiro en
el corazón.
Al día siguiente, cumplidos
ya todos los trámites, se dio sepultura a los cuerpos. La partida de defunción
de "el Pernales" dice así:
En la ciudad de Alcaraz, a
tres de septiembre de 1.907, ante D. Manuel Zorrilla Muñoz, abogado, juez
municipal, y don Manuel Romero Carrascosa, secretario. Habiéndose recibido en el
día de hoy una orden del Juzgado de Instrucción de este partido en la que se
ordena se proceda a la inscripción y mandar se dé sepultura al cadáver que
resulta ser Francisco Ríos González (a), "Pernales", natural de Estepa, término
municipal de ídem, provincia de Sevilla, de veintiocho años de edad, bandido,
sin domicilio. Falleció entre dos y tres de la tarde del día treinta y uno de
agosto último, en la cumbre de los Morricos, término de Villaverde, a
consecuencia de disparos de arma de fuego por la Guardia Civil. En vista de esta
orden, el Sr. juez municipal dispuso que se extendiese la presente acta de
inscripción, consignándose en ella, además de lo expuesto en dicha orden, y en
virtud de las noticias que se han podido adquirir, las circunstancias
siguientes: Que el referido, en acto del fallecimiento, se ignora si es casado o
soltero; que es hijo legítimo, ignorándose el nombre de los padres; y que a su
cadáver se habrá de dar sepultura en el cementerio de esta ciudad. Fueron
testigos presenciales Juan Gallardo Bermúdez y Juan Antonio Sáez Campayo,
mayores de edad y de esta vecindad. Leída íntegramente esta acta e invitadas las
personas que deben suscribirla por sí misma, si así lo creían conveniente, se
estampó en ella el sello del Juzgado Municipal y la firman el Sr. juez con
los testigos antes expresados, y de todo ello, como secretario, certifico.
Manuel Zorrilla.- Juan
Gallardo.- Juan Antonio Sáez.- Manuel Romero.
Registro Civil de Alcaraz
(Albacete). Sección 3ª, tomo 24, folio 73.
Con este documento
queda cerrado un importante período de la historia del bandolerismo español. No
volverá a resurgir, como luego veremos, hasta muchos años después, para en los
años treinta extinguirse definitivamente.
Muerto "el Pernales" no
quedaría completa su historia sin saber qué fue de Concepción Fernández Pino, su
amante, a quien todos llegaron a conocer en El Rubio y sus contornos por
Conchilla "la del Pernales".
Ella le esperaba en Valencia
con su hija, como habían convenido, y a Valencia hubiera llegado Francisco Ríos
como lo hizo en otras ocasiones. Pero tuvo la mala suerte de tropezarse el
sábado 31 de agosto con el forestal Gregorio Romero y éste le cortó el paso
hacia su soñada y ya imposible redención.
Así, cuando la joven
aguardaba ansiosa verle aparecer, escuchó en las calles el grito de los
vendedores de periódicos que voceaban la muerte de "el Pernales". Sintióse
totalmente desamparada y estuvo todo un largo día sin saber qué hacer. Al fin
decidió regresar a El Rubio, aunque no había tenido contacto alguno con sus
padres desde la mañana en que huyó con el bandido. Hizo el viaje en ferrocarril
hasta Puente Genil y allí encontró a un arriero que por tres pesetas le llevó a
El Rubio. Llegó al anochecer del miércoles 4 de septiembre. Su presencia en el
pueblo con una niña de poco más de un mes produjo el natural revuelo. Halló
refugio, como esperaba, en casa de sus padres, y el párroco don Angel González
Valencia se ofreció desinteresadamente para cristianar a la hija del bandido al
día siguiente. Brindóse para madrina una señora viuda llamada doña Isabel Jardón
García, natural de Osuna, quien costeó todos los gastos del acto. Recibió por
nombre el de Juana Isabel Cristina, hija natural de Concepción Fernández Pino.
(Parroquia de Ntra Sra. del Rosario de El Rubio (Sevilla). JLibro 13, folio 533.
Parecía que allí habrían de
terminar todas las tribulaciones de la joven, pero aún tendría que sufrir una
injusta afrenta. El Juez de Instrucción de Ecija, encargado del asunto del
bandolerismo, dio orden de detención contra ella, y se presentaron en la humilde
casa de El Rubio para cumplirla nada menos que nueve guardias civiles y dos
cabos.
Este exagerado alarde de
fuerza para conducir a la cárcel de Ecija a una desgraciada e indefensa mujer,
que ningún delito había cometido, indignó a no pocos, y la prensa se hizo eco de
ello con las lógicas censuras.
En el momento de la detención
se la intervinieron las siguientes alhajas, todas ellas, al parecer, regaladas
por el bandido: unos pendientes de oro con nueve brillantes cada uno, los cuales
llevaba puestos; un alfiler de plata en forma de guitarra y unas arracadas
hechas con monedas de plata de a peseta. En el dedo anular de la mano izquierda,
vuelto, como queriendo ocultarlo, llevaba un grueso anillo de oro con las
iniciales F.R. (Francisco Ríos). También le fue ocupado un lío de ropa que
permanecía aún atado, tal como lo trajo de Valencia. Contenía tres camisas de
hombre, tres calzoncillos blancos y algunas prendas de mujer de escaso valor.
Cuidadosamente liado en una de ellas apareció un mechón de pelo rubio oscuro.
¿Era el famoso tupé de "el Pernales", que dos de las personas echaron de menos
en la identificación? Puede ser. Tal vez le fue entregado por el bandido
como prenda de amor la noche en que conoció a su hija y se vieron por última vez
en aquel caserío, junto a la estación de Cabra.
En la cárcel de El Rubio,
antes de salir en conducción para Ecija, Conchilla se encontró con una arrogante
morena, no mayor de veinte años, también detenida el día anterior y que llevaba
su mismo destino. Se trataba de Encarnación Ruiz Vargas y era la viuda de
Antonio López Martín, "el Niño de la Gloria", activísimo elemento de la
cuadrilla de "el Pernales" que fue muerto, cerca de Villafranca, en el mes de
mayo.
Hasta entonces no se habían
conocido. Ahora la desgracia las unía y juntas caminaron esposadas, entre
civiles, para responder de no se sabe qué cargos, hacia Ecija, la noble ciudad
del sol.

"El Pernales" y "El Niño", muertos.
Foto: Palop
Digamos, como final, que en
los años que siguieron a la muerte de "el Pernales", las gentes de los campos,
impresionables e imaginativas, comenzaron a airear una noticia que, por lo que
tenía de insólita, se extendió pronto por toda Andalucía. Decíase con
insistencia que el muerto de la sierra de Alcaraz no fue el famoso bandido, sino
un anónimo malhechor a quien las autoridades adjudicaron aquella personalidad
para así encubrir los repetidos fracasos de sus campañas de persecución y
justificarse ante el país. Aseguraban que "el Pernales" había marchado a Méjico,
con nombre supuesto, como uno más de la cuadrilla de Antonio Fuentes, dueño de
la finca la Coronela, en la que dos habían tenido ocasión de verse algunas
veces.
Luego se dijo que, rayando en
la treintena, había muerto, oscuramente, en aquel país hermano, de una vulgar
pulmonía.
El pueblo andaluz, que
durante largo tiempo había sentido a su paso temblores y admiraciones, consiguió
así, que, aunque brevemente, "el Pernales" siguiese viviendo en el mundo siempre
maravilloso de la leyenda.
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